A poco menos de una semana de las elecciones del 21-D, la única conclusión que he podido extraer del baile de porcentajes, escaños y votos que estamos presenciando vía encuestas es que el concepto de victoria será diferente que en otros comicios. Es lo que tiene que el acto de votar o no votar se haya convertido en la materialización de una concepción geográfica e histórica de lo que imaginamos que es Catalunya. El 1 de octubre fue el inicio, y el 21-D no tengo claro que sea el último capítulo, sino la puerta a una nueva fase para comprobar qué cosmovisión se convierte en la hegemónica.

Cuando son las diversas concepciones de la nación, la historia y la geografía las que están en juego, la victoria deja de estar sometida en exclusiva a unas cifras obtenidas un día concreto y pasa a ser un hito a largo plazo, que no sólo se trabaja desde los escenarios de la política institucional. Es probable que los resultados del 21-D no hagan que las diversas concepciones de Catalunya —y, por extensión, de España— desaparezcan de las mentes de la sociedad catalana de sopetón, en todo caso condicionarían los mecanismos que tendrán para imponerse.

Es por eso que una mayoría absoluta independentista en los comicios del próximo jueves sería sólo el primer paso de una larga marcha para consolidar el proyecto de República catalana. Como explicó el politólogo Jordi Muñoz, la principal debilidad del independentismo ha sido que buena parte de la sociedad catalana no ha aceptado sus pasos. Hay que decir que este rechazo, más allá de dudas del todo respetables y lógicas —los sectores independentistas también han tenido, al fin y al cabo—, ha sido espoleado por un constitucionalismo y una pseudo-equidistancia que han transmitido la idea, tanto de iure como de facto, que el independentismo no puede materializar sus demandas por la vía de la política institucional.

Cambiar las reglas del juego y hacer que se acepte el resultado de cada prueba, mientras ganas apoyos para tu bando, es una tarea titánica, en la cual no sólo se tienen que implicar los partidos políticos interesados sino también sus votantes

Como el debate sobre historias y geografías imaginadas es una lucha por la legitimidad, lo que hace falta, en la línea de lo que dice Muñoz, es que antes de gritar aquello de "que gane el mejor" todos los jugadores se comprometan a aceptar los resultados de la partida.

Sé que se puede ver como hacerse ilusiones, porque parte de la estrategia anti-independentista se basa en tergiversar las normas para condicionar los resultados, como por ejemplo que el independentismo sea la única fuerza a la cual se le exige un porcentaje de votos mínimo para legitimarse. Son tácticas que pueden ser efectivas a corto plazo, pero son menos fiables a largo, porque como más avanza la imposición y la floritura conceptual más está el riesgo de que se desgaste la legitimidad de quien las utiliza.

Cambiar las reglas del juego y hacer que se acepte el resultado de cada prueba, mientras ganas apoyos para tu bando, es una tarea titánica, en la cual no sólo se tienen que implicar los partidos políticos interesados sino también sus votantes. El día a día y la represión estatal pueden jugar en contra, pero hay que recordar que la tozudez de la piel contribuye a que los humanos tengamos memoria, y que ha sido una interpretación de la memoria la que ha hecho que el independentismo haya llegado hasta donde ha llegado.

La herida histórica de muchos catalanes pervivirá también más allá de la ingenuidad que cometieron muchos políticos independentistas al creer que el Estado español no haría de Estado para preservar su unidad a raíz del referéndum

Las agresiones sufridas el 1 de octubre y la humillación infligida a Catalunya vía 155 han marcado buena parte de varias generaciones de catalanes. Estas heridas —hurgadas por los a por ellos populares, la definición ciudadana de los independentistas como anormales, los bailoteos presidenciables socialistas y los qué-desastres qué-maltodos podemitas— les han rasgado del tejido de España, hasta el punto de que ya no es posible (o es casi imposible) recoserlo. La herida histórica de muchos catalanes pervivirá también más allá de la ingenuidad que cometieron muchos políticos independentistas al creer que el Estado español no haría de Estado para preservar su unidad a raíz del referéndum, y que, ante la constatación de que estaban equivocados, actuaron con paternalismo hacia una sociedad que ha demostrado que, sin ella, el procés no va a ningún sitio.

También de una campaña electoral independentista que, salvo el caso de la CUP y de sorpresas de última hora, a menudo transmite la sensación puertas afuera que las elecciones son una oportunidad para salvar los pocos muebles que quedan del autogobierno más que para legitimar la República. Es lo que pasa cuando asumes las elecciones y las medidas impuestas por un presidente que hace unas horas has reconocido, ni que sea de forma simbólica, como extranjero. O tejes un argumentario sólido y de unidad con el resto de fuerzas respetando los matices que permiten a cada formación llegar a muchos más votantes, o corres el riesgo de que aquello por lo que has luchado se disuelva en el electoralismo partidista, la tentación de hacer pornografía sentimental de la liberación de los presos políticos y el dominio de un marco mental que no te reconoce como legítimo.

Así pues, a pesar del cansancio histórico, el electoral y el que nace de la represión, el independentismo tiene que ser más persistente, cívico y democrático que nunca. La partida es larga, los resultados del 21-D son la primera prueba, pero no la única. Gane quien gane aquel día, al final tendremos que convivir en un mismo país. Y si no alcanzamos esta convivencia, toda la población catalana saldrá perdiendo.