Kilómetros antes de llegar a Manresa viniendo por Igualada, en uno de los laterales de la carretera, había una enorme estelada amarilla y roja pintada en un antiguo panel publicitario. No hace ni una semana que comprobé que alguien había ensanchado dos de las barras rojas hasta devorar la estrella y convertir la estelada en la rojigualda. La icónica distorsión nacional iba acompañada, creo recordar, de uno de aquellos seductores mensajes que dicen que seremos españoles por los siglos de los siglos.

La sensación al ver la pintada era tan ambivalente como la pintada en sí, híbrido entre estelada y rojigualda, pues la nueva pintura no había conseguido tapar del todo la vieja –o quizás la costumbre había grabado la vieja imagen en mi retina y el cerebro se empeñaba en esconderla–. Por una parte, me inquietó la agresividad simbólica. Por la otra, me alegró. Tenía un regusto de victoria. Cuando te identificas con la visión nacional hegemónica, no tienes necesidad de dejar huella en la calle (o en la carretera) de forma tan evidente, porque presupones que la ley, las instituciones, los partidos y la cultura la filtran en las mentes y cuerpos de los conciudadanos. El recordatorio que Catalunya es España es el indicativo de que, para muchas personas, Catalunya ya no es España.

Hace un mes, en Manresa hubo una manifestación fascista. Esta semana, otra localidad bagenca, Balsareny, se ha hecho famosa gracias a una serie de incidentes protagonizados por banderas españolas aparentemente quemadas, carteles indepes arrancados y vecinos fascistas haciendo el fascista. Lo que ponen en valor los incidentes es lo caprichosas que son la demografía y geografía catalanas. De la misma manera que hay quien se empeña en teñir de rojo, morado o naranja el área metropolitana, a las comarcas centrales se nos presupone uniformemente amarillas.

¿De qué maneras la concepción de Catalunya como un mosaico de parches de colores con demografías estancas puede atizar el conflicto?

Al principio, me preocupaba que esta asunción hiciera que los ataques fascistas o del unionismo más reaccionario pasaran más desapercibidos en unos lugares que en otros. Que nos dejaran desamparados. El miedo a la indefensión todavía existe, pero se diluyó un poco a raíz de las movilizaciones para rechazar los registros policiales para los preparativos del referéndum del 1 de octubre. Centenares de personas plantaron un desafiante silencio interrumpido por cánticos delante del cuartel de la Guardia Civil en Manresa. Éramos tantas que colapsamos de punta a punta una de las vías más transitadas de la ciudad. El día del referéndum, muchas escuelas de la Catalunya central eran un fortín. Aquellos días descubrí una nueva faceta de la manresanez y de la catalanidad central, la del manresano/catalán central fastidiado. Teniendo en cuenta que, siguiendo las enseñanzas del maestro Manel Fontdevila, Dios nostrusinyó nos puso en el corazón de Catalunya para predicar el estoicismo cínico, la reacción a la represión me hizo darme cuenta de que los catalanes centrales éramos una especie de kraken: íbamos vagando tranquilamente por el océano, medio adormecidos, hasta que alguien despertaba a la bestia.

Con el tiempo, descubrí que el miedo a la indefensión por falta de atención es reminiscente de un temor más arraigado: ¿de qué maneras la concepción de Catalunya como un mosaico de parches de colores con demografías estancas puede atizar el conflicto? La caricatura del catalán puro como un burgués usurero y clasista o de los catalanes de interior como campesinos cerrados no sólo es pozo de inspiración para viñetas de El Roto que recuerdan a las imágenes utilizadas para estigmatizar a los judíos durante el inicio y mediados del siglo XX. También ha servido para desvincular completamente el movimiento independentista de cualquier movimiento de resistencia no violenta, o de cualquier lucha (unilateral) para reivindicar derechos civiles, que haya habido en Europa o en el resto del mundo. Como ya he escrito, es problemático utilizar alegremente luchas como el feminismo o el antirracismo para hacer analogías con el caso catalán. Pero también es cierto que, como he escrito, muchas de estas luchas se enfrentan a marcos mentales que pueden utilizar mecanismos similares para imponerse y que, por lo tanto, eso hace que algunas estrategias para combatirlos sean parecidas. Al separar el movimiento independentista de cualquier otra lucha, mediante la simplificación caricaturizada del primero, estamos negándole la posibilidad de utilizar determinadas herramientas de resistencia, así como de movilizar imaginarios emancipadores. También disculpamos, minimizamos o descontextualizamos las agresiones que puedan sufrir tanto sus seguidores, como, por extensión, el territorio entero.

Resulta irónico que una parte del antifascismo español y catalán haya acabado banalizando la herencia del fascismo comprando un relato producido para estigmatizar una población

Está en esta línea que sitúo las acusaciones de Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero hacia el independentismo por haber despertado al fantasma del fascismo. Las declaraciones, hay que repetirlo hasta la afonía, niegan la pervivencia del fascismo durante la democracia española —y los muertos que ha causado— y equiparan un movimiento pacífico con otro que ha utilizado la violencia. A mi parecer, las declaraciones forman parte de la visión de la formación morada sobre Catalunya, la misma que llevó a Iglesias a declarar, hace tres años en la Vall d'Hebron, "Yo soy de Vallecas y me siento en mí casa cuando estoy en Cornellà, l'Hospitalet y Nou Barris". ¿Por qué no en Deltebre o Sant Joan de Vilatorrada? Resulta irónico que una parte del antifascismo español y catalán haya acabado banalizando la herencia del fascismo comprando un relato producido para estigmatizar una población.

Como deseo de campaña, me gustaría que los partidos independentistas rompieran este imaginario. La CUP lo ha empezado a hacer con su vídeo-tutorial electoral. La tarea implica dejar de ver el área metropolitana como una especie de reserva exótica. No hacerlo refuerza múltiples relatos etnicistas, hace más difícil el trabajo de los activistas independentistas en estos lugares y, sobre todo, es una falta de respeto hacia la totalidad de los habitantes de esta área. Porque si a mí me revienta que en las comarcas centrales se nos trate como una masa uniforme, también me toca las narices que lo hagan con el resto de catalanes.