Las personas que se llaman cosmopolitas me dan mucha pereza. No me di cuenta de cuánto me aburrían hasta que no conversé con dos ejemplares en la barra de un restaurante en Barcelona hace unos meses. Una era holandesa y la otra era de un país occidental lo bastante rico como para mirarnos a los catalanes como un grupo de pobres salvajes. Hablaban del procés pintando Barcelona ―donde el independentismo no gana, apuntó una―, como una especie de Creciente Fértil de civilizaciones. El resto de Catalunya ―donde el independentismo gana, observó la misma chica― eran poblaciones habitadas por lo que entendí que éramos pigmeos uniceja que quemábamos libros.

El desprecio que mostraban por una parte del territorio que habitaban, la reproducción acrítica de un marco mental que no era nada más que la valoración de un conjunto de tópicos, confirmó aquello que sospechaba desde que en la universidad de Londres donde estudié nos hablaban de lucha contra el colonialismo, el Estado y el neoliberalismo, al mismo tiempo que nos recordaban que si estábamos allí era porque o bien teníamos dinero o bien disfrutábamos de una beca. Sin una reflexión ―nacional, racial, de clase, de género― crítica detrás, ser cosmopolita no va tanto de ir a Argentina y conocerla, de ir a Sudáfrica y conocerla, de ir a Japón y conocerlo, sino de comer cupcakes en Buenos Aires, Johannesburgo y Tokio mientras miras Narcos en Netflix. De vez en cuando, te introducirás en las profundidades del país para entrar en contacto con un estilo de vida arcaico que no ha sido contaminado por aquella civilización y orden mundiales que te permiten viajar por todo el globo. Te harás fotos con niños étnicos y las colgarás a Instagram, saltándote todas las convenciones de protección de los derechos de la infancia. En la vida del cosmopolita, lo local no existe por vida propia, sino que lo hace para ser incorporado a la experiencia vital. Cuando lo local emerge de manera que pone en peligro su visión del mundo, si no la reconvierte en algo positivo para el crecimiento personal, ya no es atractivo. Un cosmopolita es un turista perpetuo.

Las banderas importan porque simbolizan una historia, unas relaciones sociales, una cultura, unos sentimientos, una identidad y unas jerarquías de poder

Los cosmopolitas pasan de banderas, entendidas como metáfora ridiculizadora de cuestiones nacionales. A menudo las ignoran porque su bandera es tan grande que lo cubre todo y ya no la ven. Como los peces y el agua. La identificación entre el sentimiento nacional propio con una nación tan hegemónica que pasa a ser una no nación, un estado natural ―entendido como deseable o no conflictivo― de las cosas, hace que tengan una especie de no sentimiento nacional que, aparentemente, les permite conectar con el resto de estados naturales que hay en el mundo. Eso propicia el nacimiento de otro tipo de cosmopolitas, los que viven en el país de origen. Es el caso de muchos cosmopolitas españoles. Mis preferidos son los de izquierdas, los que durante las hostias del 1 de octubre hablaban de "ni Puigdemont ni Rajoy" y ahora no entienden por qué sube Vox. Dicen que la solución son las medidas sociales, como si el estado fuera sólo una máquina expendedora de subsidios o de herramientas para subsistir. Unos de sus enemigos, los neoliberales, tampoco ven banderas y consideran que el estado sirve para hacer negocios.

Es evidente que los cosmopolitas españoles de izquierdas sí que tienen, bandera. No harán aspavientos cuando alguien se suene con ella, sino que dirán que la libertad de expresión pasa por encima de los símbolos de la patria, porque la verdadera patria son los dedos callosos de su abuela campesina y los versos de un poema de Lorca. Pero seguirán teniendo España ―y una visión bastante españolista de lo que es― como marco referencial. Las banderas importan, pues, porque simbolizan una historia, unas relaciones sociales, una cultura, unos sentimientos, una identidad y unas jerarquías de poder. Simbolizan un proyecto común que sucede de manera única en aquel territorio y que no puede suceder en ningún otro de la misma manera. Por eso superar "el conflicto de las banderas" en España (y en el mundo) no pasa por quemarlas, sino por entender las casuísticas que engloban sin la pretensión de creer que no estamos afectadas. En un mundo de cosmopolitas y pigmeos, los cosmopolitas a menudo no son nada más que pigmeos con ínfulas de trascendencia.