He aquí que, desde hace unos meses, en Manresa brotan muchos murales artísticos, de diferentes tamaños y colores, en las paredes más insospechadas: en el aparcamiento de un gimnasio, en el muro exterior de una escuela, en la fachada del lado de la horchatería Xixonenca, que es justo en medio del Passeig... Para el disfrute de una servidora, a la devoción artística se sumaron los carteles del colectivo Acció Lila, que decidió recordar a todo el mundo que las manresanas tenemos la regla. Un buen día, cada superficie vertical del centro de la ciudad sufrió un sarampión de imágenes sanguinarias. Si eres fachada manresana, vives unos tiempos interesantes.

Aparte del delirio mural, en la ciudad van apareciendo rinconcitos que antes no estaban, sobre todo en el barrio antiguo. Qué hacer con el barrio antiguo es una pregunta existencial para un manresano. Cuando estalló el Big Bang, el barrio antiguo ya se tenía que restaurar. No sabes qué se acabará primero, si la Sagrada Familia o la restauración del barrio antiguo. Andando por sus calles, me di cuenta de que sí, que ahora luce más y hay más ambiente, pero que se debía sobre todo al nacimiento de tiendas, hostales y bares. Algunos de ellos han aprovechado la jubilación de negocios de toda la vida, que han dejado unas carcasas vintage que, restauradas, lucen bastante.

Cuando veo todo eso, pienso hasta qué punto el vecindario tiene espacios para vivir el día a día. Mucho antes de que tomara conciencia de los cambios de la ciudad, ya me había encontrado con una pintada que alertaba de los peligros de la gentrificación. Que dices, mira que falta tiempo para que eso pase en Manresa, pero está muy bien que seamos tan previsores. En la prensa local, se publican escritos que piden que se eviten los errores cometidos en el barrio viejo de Girona donde, dicen, los vecinos no pueden ni dormir ni andar tranquilos en verano y luchan por quedarse en el barrio ante el avance de los pisos turísticos. En la calle, se organizó en julio una manifestación para salvar la escuela popular, que da clases de refuerzo para los chiquillos de familias sin recursos.

Muchos cambios en la ciudad están pensados para hacerla más turística, aprovechando, dicho sea de paso, el patrimonio religioso. Cuando explicamos eso a algún desdichado interlocutor, añadimos que Manresa es importante para el cristianismo porque el fundador de los jesuitas, San Ignacio de Loyola, pasó aquí una temporada, y que ahora hay una comunidad jesuita formidable. Entonces seguimos, con el pecho un poco inflado ―pero no mucho, pues ser manresano es no mostrar demasiado que amas la ciudad, y por eso retenemos la alegría, dando una expresión que parece que intento reprimir un eructo―, explicando que ahora tenemos muchas comunidades religiosas (musulmanas, budistas, ¡de todo!) y que se hacen diálogos interreligiosos para que todo el mundo conviva en paz. Vaya, que en Manresa eres atea y te hace ilusión explicar estas cosas. Por suerte, ahora que el teatro Kursaal ha salido en un Sense ficció podemos ampliar las batallitas de yaya gagá.

Cuando veo todo eso, pienso hasta qué punto el vecindario tiene espacios para vivir el día a día

La gracia que en la capital del Bages se quiera impulsar el turismo no es sólo que se tenga que investigar qué repercusión tiene para los vecinos, como en todas partes desde que hemos visto lo que pasa en Barcelona, sino que lo tiene que hacer superando tres vicios que son intrínsecos a su carácter. El primero es la relación que la manresanez tiene con los turistas. Nos los miramos con una expresión bastarda de la incredulidad y la desconfianza. La primera reacción que tienes cuando ves a un turista en Manresa es pensar que se ha equivocado. O quería ir a Montserrat y ha hecho largo, o quería ir al Pirineo y ha hecho corto. Cuando te das cuenta de que no, que el destino final de aquella persona es Manresa, automáticamente piensas que vete a saber qué tipo de gente se interesa por la ciudad, si no es un hippy norteamericano que viene a meditar en el monasterio de La Cova con los jesuitas.

El segundo vicio es hacer obras públicas de gran envergadura que, en el momento en que se inauguran, se estropean. Eso no gusta mucho a los turistas. Tampoco a los ciudadanos, que como buenos manresanos se lo toman a cachondeo. Años atrás, se organizó un concurso popular para escoger las chapuzas urbanísticas más insignias.

El tercer vicio es coger cualquier espacio o algo que pueda recordar vagamente a un patrimonio cultural y sepultarlo bajo toneladas de cemento para hacer un aparcamiento, si puede ser de zona azul. Quien dice aparcamiento dice una de aquellas plazas áridas con cuatro árboles tísicos para que los niños se dejen los dientes cuando jueguen y se derritan de calor en verano. Los manresanos tenemos los dientes duros como diamantes, de jugar en las plazas, la piel de armadillo, del bochorno estival y la rasca que mete en invierno, y el cuello rasgado de branquias, para sobrevivir a los desbordamientos del Cardener cuando llueve. Somos como un personaje de una película de Guillermo del Toro.

Muchos manresanos de mi generación nos fuimos de la ciudad a buscarnos la vida a otros rincones de Catalunya o en el extranjero. Ya a la edad de tener niños, algunos han vuelto, y otros vamos volviendo. Cuando nos encontramos por casualidad, lo primero que comentamos es que ya no conocemos a nadie. Lo segundo, que la ciudad está más viva que cuando éramos adolescentes. Que la gente tiene ganas de hacer cosas. Anteayer, una manresana de adopción ―sí, hay, ¿os lo podéis creer?― me informaba que la escuela popular volverá a estar en marcha el 15 de octubre.