El argumento de que hay que separar al autor de su obra, utilizado para seguir exhibiendo y consumiendo el arte de hombres que han ejercido violencia sexual, siempre me ha fascinado. Me cautiva por la simple razón que los hombres en cuestión no lo han distinguido nunca.

Muchos creadores hombres han convertido sus obras en la confesión de un delito. Lo hizo Pablo Neruda en Confieso que he vivido, donde explica la violación a una trabajadora doméstica. Joan Ferraté, a Del desig, y Jaime Gil de Biedma, en Diarios, narraron, respectivamente, las agresiones sexuales perpetradas a menores chicos. Fernando Sánchez-Dragó, en Dios los cría..., celebra la violación de niñas japonesas. Todos ellos lo escribieron porque sabían que no les pasaría nada. Al fin y al cabo, la sociedad que los lee es la misma que no pudo asumir que Vladímir Nabokov hablara de un pederasta y tuvo que transformar la Lolita en una menor endemoniada. Ni siquiera hemos hecho la reflexión que Roman Polanski puede seguir dirigiendo películas porque se instaló en Francia huyendo de un juicio en los Estados Unidos por violar a una menor. Nos preocupa mucho que tal empresa tenga filiales en paraísos fiscales, pero no que la producción de un director sea posible gracias a escapar un juicio por violación.

En otros casos, la obra es lo que habilita al autor hombre para cometer la agresión. El baloncestista Kobe Bryant, el comediante Louis C.K. o el actor Bill Cosby utilizaron su prestigio —en la pista, en los escenarios, en los platós— para acumular un poder y un capital social que les permitió coaccionar a las personas con quienes querían mantener relaciones sexuales. En el caso de Bryant, su condición de estrella de la NBA lo salvó de una condena. En el caso de Cosby, han sido la multitud de mujeres que lo han acusado un factor clave en la valoración de la verosimilitud de las denuncias. Siempre está la duda de que, si una sola mujer denuncia, lo hace para hundir la carrera (la obra) al hombre, o para aprovecharse de su obra, es decir, sacarle dinero. Así, la presunción de inocencia masculina se transforma en presunción de culpabilidad femenina. Gracias a la obra.

El debate sobre las agresiones sexuales y otras violencias perpetradas por hombres de la industria cultural se tiene que centrar en la reparación de los supervivientes

Utilizar la obra como marco habilitante para el abuso de poder es lo que hace que consideremos como buenos directores a aquellos que maltratan a los trabajadores. La escena de la violación de Marlon Brandon hacia Maria Schneider en El último tango en París se rodó escondiendo deliberadamente a la actriz cómo se desarrollaría. Bertolucci lo justificó diciendo que quería obtener una reacción real de la actriz, hecho que cuestionaba el talento de Schneider. Como demuestra la desgraciada vida de la actriz, ella no pudo separar nunca la vida personal de la obra. Tampoco lo pueden hacer los actores teatrales maltratados por Jean Fabre, ni todas aquellas actrices que vieron descarrilar su carrera porque se negaron a acostarse con Harvey Weinstein.

El debate sobre las agresiones sexuales y otras violencias perpetradas por hombres de la industria cultural se tiene que centrar en la reparación de los supervivientes. Eso pasa por, entre otras cosas, estudiar el impacto que tiene sobre cualquier superviviente de violencia sexual ver cómo algunos agresores son perdonados y alabados por su profesión. Eso permitiría analizar cada caso de forma específica. Por ejemplo, en los estudios de género se critica la homofobia de la obra de Frantz Fanon, a la vez que se pone en valor su tarea en la creación de pensamiento en el ámbito de los estudios poscoloniales.

Lamentablemente, el maldito mantra de separar al autor de la obra impide hacer una reflexión crítica sobre el consumo cultural, haciéndonos caer en un falso debate entre exhibición y censura que denota una simplicidad de pensamiento impropia de los periodistas culturales, creadores y académicos que defienden esta tesis. En el caso de los supervivientes, separar al autor de la obra nos evita pensar en todo aquel talento que nos hemos perdido en caso de que la víctima sea una trabajadora de la industria, así como en la cantidad de derechos y libertades que han sido pisados, sea quien sea la víctima. En el caso de los agresores, perpetúa su impunidad, pues es la promesa de las obras futuras, y la nostalgia de las pasadas, la que nos hace perdonarlos, y justificarlos, una vez tras otra.