El juez Manuel Marchena se ha convertido en uno de los grandes pilares de la España de la caspa. De la España inmovilista, antimoderna y retrógrada. Ahora ha decidido, pese a las consecuencias que tendrá para todos los presos de España, que él, el Tribunal Supremo, se encargará de decir quién puede o no puede salir de la prisión. Esta revolución, que rompe con lo que pasaba hasta ahora, no afectará sólo a los grados penitenciarios, sino también a los permisos.

Marchena seguirá decidiendo, y amargando, la vida de los presos. Marchena después de Marchena. Del fuego no a las brasas, sino al mismo fuego.

Si la Fiscalía ya reclamó en el juicio que los presos no pudieran salir de la celda hasta no haber cumplido la mitad de la pena, cosa que Marchena no pudo conceder —no por falta de ganas— ahora la Fiscalía y Marchena sí que han podido jugar juntos. Unos chutando y el segundo rematando.

Atendiendo a un recurso de la Fiscalía, Marchena ha resuelto que Carme Forcadell no tenía derecho a salir de la prisión utilizando la vía del 100.2. Esta decisión no tendrá efecto sobre Forcadell —los presos están ya en tercer grado—, sin embargo, al apoderarse Marchena del poder sobre el día a día de los presos, el futuro de estos se convierte en más negro todavía de lo que ya era.

¿Cómo se cura alguien de sus ideas independentistas? ¿Campo de reeducación? ¿Gulag? ¿Descargas eléctricas? ¿Lobotomía?

Entre otras cosas, como una grave descalificación de los funcionarios y jueces —más de media docena— que hasta ahora se han ocupado de las salidas de los presos, Marchena asegura que lo que haga el preso fuera del centro penitenciario tiene que servir para reinsertarlo en la sociedad. Es decir, que cuando salgan se tienen que someter a un tratamiento específico para prevenir que en el futuro puedan volver a cometer el mismo delito. El "arrepentimiento", otra exigencia de la Fiscalía, de momento no sale explícitamente en el argumentario de Marchena.

Como dijo en su día la titular del juzgado de vigilancia número 5, un programa específico sobre la sedición, tal como insistía la Fiscalía —y ahora Marchena—, buscaría "cambiar o modificar el pensamiento y la ideología" de los presos, lo cual va contra los derechos fundamentales. Se trataría, vaya, de españolizar a los presos, tal como el ministro Wert quería hacer con los niños catalanes, ¿se acuerdan?

Ante todo esto, lo primero que uno se pregunta es qué mueve la Fiscalía y el Supremo a perseguir sedientamente la venganza hacia más allá, bastante más allá, del juicio y la sentencia. El segundo interrogante, más específico, es cómo se cura alguien de sus ideas independentistas. ¿Campo de reeducación? ¿Gulag? ¿Descargas eléctricas? ¿Lobotomía? ¿O quizás a los presos independentistas se les podría enviar a hacer prácticas como recepcionistas o archivistas en la Fundación Nacional Francisco Franco o en la plataforma Hogar Social?

No lo sabemos, porque no existen precedentes, lo cual empuja a los presos independentistas a un callejón sin salida. A un tramposo callejón sin salida.

Podríamos ir a buscar —aunque no es lo mismo, dado que fueron condenados por rebelión— el caso de los autores del 23-F. Pero no consta que ninguno de ellos fuera integrado en programas de reinserción para dejar de ser enemigos de la democracia o de ultraderecha. Quizás hubieran podido enviar a todos ellos a hacer prácticas a Amnistía Internacional (era una opción, Amnistía Internacional nace en 1961) o a aprenderse, un trocito cada día, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, pero entonces —curioso— nadie pensó en la necesidad de reintegrar los fachas en la sociedad.

En lo que sí que pensó el Tribunal Supremo fue en recomendar el indulto tanto para Armada como para Tejero. Felipe González indultó al primero en 1988 (a pesar de una condena de más de 26 años). Claro que, si atendemos a la opinión de este espectro surgido del No-Do que es Cayetana Álvarez de Toledo, el 1-O fue "más grave que Tejero y Milans con los tanques".