Hay un asunto al mismo tiempo importante y urgente que no está presente, al menos no de una manera suficientemente visible, en el debate público catalán. Ni, entre, parece, las prioridades del gobierno de la Generalitat de Catalunya. O de los partidos catalanistas. No tengo muchas esperanzas, por lo tanto, de que sea objeto de atención, de atención seria, en la próxima carrera electoral, la que nos tiene que llevar hasta el 14-F.

No es una cuestión nueva. Más bien se podría afirmar que es la madre de todas las cuestiones. Hablo de la salud actual y futura del catalán. Sí, es verdad que se repiten, más o menos, los gritos de alarma sobre el declive en el uso del catalán. Gritos de alarma de personas y entidades con autoridad en este ámbito. Pero, de algún modo, es como si, desde hace unos cuantos años, a la sociedad en su conjunto, a los medios y a los políticos catalanistas esta cuestión les diera pereza. O que el declive del catalán, una lengua que cada vez se habla menos —sobre todo entre los jóvenes— y se habla peor, se diera como un hecho ineluctable, como algo al margen, sobre lo que no se puede actuar. Algo demasiado incómodo, difícil y complicado.

Tengo la sensación, además, de que, de lo ocupados que hemos estado en pensar y hablar sobre la autodeterminación y la independencia, hemos desatendido el catalán. Es como si persiguiendo la independencia, por el camino nos hubiéramos olvidado de la lengua. Alguien me dirá, enseguida, que la independencia sirve justamente para salvar el catalán. Mi respuesta es que, primero, no podemos esperar la independencia —que, diría, va para largo o muy largo, suponiendo que llegue— para ocuparnos del catalán. Y, segundo, que tener un estado propio tampoco garantiza salvar la lengua.

Si consideramos el catalán como uno de los elementos fundamentales que hacen que Catalunya pueda ser considerada una nación, quizás tendríamos que empezar a pensar cómo conseguiremos revertir la situación preocupante de la lengua. Porque, si perdemos el catalán, nuestra condición nacional quedará fuertemente menguada, erosionada, reducida. Y qué quieren que les diga, la perspectiva de un estado sin nación pierde mucho encanto y sentido.

El catalán está mal a causa de dinámicas internas y también porque los que han controlado y controlan el gobierno y los aparatos del Estado, y los grandes medios de comunicación y la cultura de este mismo Estado, nunca han creído —pese a lo que dice la Constitución— que las llamadas identidades minoritarias sean una riqueza y un activo. Las lenguas diferentes del castellano las ha, percibido siempre como una molestia o bien, directamente, como un problema con el cual hay que acabar por el bien de España, de sus creencias sobre lo que tiene que ser España.

(La forma como, por ejemplo, la derecha española y muchos medios de comunicación aclamaron la semana pasada la resolución del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya contra la inmersión lingüística, imponiendo el 25% de castellano en las aulas, resultó un espectáculo, uno más, absolutamente desolador).

Una cultura política incapaz de valorar la diversidad es uno de los grandes, por no decir el principal, problemas que tiene España. Y no parece que eso vaya a cambiar.

Hubo un tiempo en que en Catalunya aprender catalán era percibido como una puerta a más y mejores oportunidades. Los recién llegados se dieron cuenta enseguida de que si sabían catalán, podrían tener un futuro mejor

¿Qué nos queda, pues? Vuelvo al principio de estas líneas. Nos queda, sobre todo, darnos cuenta de lo que está pasando realmente con el catalán. Nos queda pensar, hablar. Seriamente, razonadamente. Nos queda, finalmente, dedicarnos a ello. Desde el gobierno, desde los partidos, desde la sociedad. Y también por parte de cada uno de nosotros. Pero sólo con la buena voluntad de los ciudadanos haremos poca cosa. Hacen falta políticas y hace falta política.

Uno de los hitos es hacer entender a todos los catalanes —hablen habitualmente en catalán, lo hablen poco o no lo hablen nada— que este es un problema colectivo. Que el catalán es una riqueza de todos. No un asunto sólo de los catalanohablantes, mucho menos sólo de los independentistas. Para conseguir que también aquellos que no tienen el catalán como lengua habitual o que prácticamente no lo hablan se muestren a favor del catalán hay muchas cosas que se pueden hacer. Una es no estigmatizar el castellano y evitar que el catalán pueda verse como una amenaza.

En segundo lugar, y muy importante, combatir la idea letal de dos países dentro de un país, de una sociedad fracturada en dos mitades, etcétera. Es decir, combatir por tierra, mar y aire aquello que tanto gusta y tanto promueven los que aquí y allí trabajan a favor de la asimilación. Hay que contrarrestar con inteligencia los intentos constantes de dividir utilizando la lengua. No es nada fácil, porque PP, Ciudadanos y Vox (y sus parientes mediáticos) están obsesionados en ganar votos atizando la cuestión lingüística, y no vacilan a la hora de mentir, manipular y tratar de engañar a la gente, tanto de fuera como de dentro de Catalunya. Es necesario no alimentar este atentado macabro. No es sencillo, pues hay que confrontar la mentira, la manipulación y el engaño.

En tercer lugar, tenemos que recordar que hubo un tiempo en que en Catalunya aprender catalán era percibido como una puerta a más y mejores oportunidades. Los recién llegados se dieron cuenta enseguida de que si sabían catalán, podrían tener un futuro mejor, una idea a cuya consolidación contribuyeron de forma muy valiosa los partidos de izquierda y los sindicatos. Es preciso que los que hoy no lo utilizan sientan la necesidad de aprender catalán. Y no sólo eso. Hubo un tiempo en que el catalán tenía más prestigio, de hecho mucho más, que el que tiene ahora. Es necesario que el catalán recupere el prestigio perdido, a todos los niveles y en todas las franjas de edad.

Conviene encontrar y llevar a cabo nuevas estrategias en las dos direcciones, en un contexto —marcado por la globalización, internet y las redes— que, por otra parte, poco tiene que ver con, por ejemplo, el de los años setenta y ochenta.