Llegó un día en que Mariano Rajoy, que había excitado la catalanofobia por puro cálculo electoral, que había maniobrado para que el Tribunal Constitucional tumbara el Estatut, no supo qué hacer con Cataluya. Al fin y al cabo es un tipo conservador, sí, pero sin mucha ideología ni ideas, menos aún propias. Su principal virtud (y defecto) como gobernante era no tener prisa, dejar pasar el tiempo, confiando en que la niebla se acabaría aclarando. Pero no ocurrió así con el asunto catalán. Y entonces decidió quitarse el muerto de encima y ceder el control a los aparatos del Estado.

El conflicto, eminentemente político, no quiso tratarse políticamente. En vez de eso, se lanzó el monstruo contra el independentismo.

Los aparatos del Estado poseen ―más aún en el caso de España― una fuerza brutal, que se ejerce gracias a unos poderosos tentáculos. Unos tentáculos que se extienden más allá y más acá de los gobiernos de turno. Una fuerza difícil de controlar, con ideología propia. Un monstruo que por el bien de la democracia siempre debería estar bajo vigilancia. Sus tentáculos: fuerzas policiales, servicios secretos, cúpulas judiciales, fiscales, altos funcionarios..., flanqueados por unos medios de comunicación sin escrúpulos ―con alguna excepción―.

Los aparatos del Estado estaban furiosos. Mucho más que Rajoy y su gobierno. Si era necesario saltarse las leyes, aquellos que alardean de ser sus últimos guardianes se las saltarían. Si había que inventar, inventarían. Si mentir, mentirían.

Organizaron, con la participación del Ejecutivo, la 'guerra sucia' contra el soberanismo. La propaganda y la mentira. Las noticias falsas. Las acusaciones absurdas. Las amenazas. Las presiones y sobornos a países extranjeros. La represión. También los hachazos para romper la sociedad catalana. Y la persecución policial y judicial contra los líderes independentistas.

Soltar al monstruo nunca sale gratis. Su brutalidad ha terminado poniendo en cuestión la adulterada calidad de la democracia española

Rajoy había abierto la caja de Pandora. Y la caja de Pandora no podía volverse a cerrar. El monstruo había emergido completamente desde la oscura profundidad. Los aparatos del Estado se habían desatado y, ni que hubiera querido, el gobierno del PP no lo hubiera podido detener. El monstruo, una vez libre de sus cadenas, sólo se obedece a sí mismo. El rey Felipe VI, el día 3 de octubre de 2017, no hizo otra cosa que espolonear a la bestia, llamarla a seguir actuando, a no vacilar en su embestida. Aquel día el monstruo ―que siente debilidad por la monarquía apadrinada por Franco― se vio invencible.

Tanto como para inventar y sostener ―hasta hoy― un relato falso ―la mentira de la violencia― para poder acusar de rebelión y sedición a los líderes independentistas. Y pedir para ellos condenas delirantes. La realidad, los hechos, hace tiempo que les dejó de importar. Tanto es así que se acusa también a los líderes independentistas de malversación de dinero a pesar de que tanto Rajoy como Montoro repitieron que la Generalitat no había destinado ni un euro al referéndum del 1-O.

Soltar al monstruo nunca sale gratis. Su brutalidad ha terminado poniendo en cuestión, entre muchos ciudadanos de toda la geografía y también ante los ojos de la comunidad internacional, la adulterada calidad de la democracia española. Una democracia que cuya fragilidad y poca consistencia y la actuación ciega de los aparatos del Estado han dejado al descubierto. Una democracia, recordémoslo, que tiene su origen en un pacto ―la Transición― terriblemente injusto pero que sirvió en su día ―hace cuarenta años― para salir del embrollo. Un pacto que, por cierto, apenas tuvo consecuencias para los poderosos aparatos del Estado, a los que les bastó con dejarse barnizar el lomo y aceptar que hacer un cierto espacio para los recién llegados.

En cuanto a Catalunya, haber encomendado a la bestia acabar con el problema no hará otra cosa que acrecentar la tensión y el enfrentamiento. Máxime porque la derecha española, cada vez más extrema, ha decidido hacer como el Rey, y aplaudir la bestia y cantarle el "¡A por ellos!". Tanto el PP y Ciudadanos, como una buena parte del PSOE, como los aparatos del Estado, como los medios de comunicación que participan con entusiasmo e irresponsabilidad en todo ello, se dicen a sí mismos que lo hacen por España. La suya es una idea de España romántica, apolillada e irreal, que el franquismo exacerbó, pero que viene de muy lejos. Una España en la que la diferencia es vista como una enfermedad muy fea y no como una riqueza, y que, por tanto, no soporta ni respeta a los catalanes. La constatación de que esta España es imposible, que nunca se convertirá en realidad, está en la raíz del odio, de la voluntad de revancha, del resentimiento amargo del dueño de la plantación que siente que el esclavo es un jodido traidor.