La CUP se reunió el domingo en Celrà (Girona) para hacer balance y discutir su futuro estratégico y organizativo. Fue, dicen las crónicas, un debate, además de largo, muy vivo. No constan esta vez empates milagrosos.

El debate estratégico no ha dado lugar a ningún reconocimiento de equivocaciones, ni siquiera de resbalones, durante el largo proceso que condujo al fracaso posterior al 27 de octubre de 2017. Sólo algunas alusiones genéricas a posibles errores. Tampoco salió ninguno de los dirigentes, ni creo que salga, a pedir perdón por haber contribuido, a base de un incesante torpedeo, al hundimiento final del barco. Gracias a la caprichosa aritmética parlamentaria, a pesar de ser pocos ―relativamente―, los cuperos hicieron mucho daño a buena parte del soberanismo e independentismo civil y político.

Ahora, cuando el país se encuentra sumido en la tensa espera que ha de desembocar en las sentencias sobre los Jordis y los dirigentes posconvergentes y republicanos, era un buen momento para disculparse.

Se me puede decir, querido lector, que las otras fuerzas, principalmente lo que ahora conocemos como Junts per Catalunya y ERC, también cometieron muchas equivocaciones. Y tampoco han pedido perdón. Es cierto. La diferencia es que tanto entre los primeros como entre los segundos hay mucha gente perfectamente consciente de hasta qué punto las cosas se hicieron fatal.

El problema de la CUP es que su ideologismo ―podría escribir aquí también sectarismo― les impide imaginar el grado de distorsión que su poder determinante generó. Y cuan claramente ellos contribuyeron a hacer que algo que ya era muy difícil lo fuera mucho más. Las anteojeras que llevan les impiden, antes y ahora, un análisis que pueda merecer, aunque sea aproximadamente, el adjetivo de realista o ajustado.

El pecado de los líderes del espacio convergente y de los republicanos fue dejarse arrastrar por la CUP y por la inercia general

Por un lado, está su boicot, su sabotaje, constante y sin ambages. Su obsesión por zancadillear a los gobiernos de Mas, Puigdemont y Torra, a los que, en una entrevista en Catalunya Ràdio, este fin de semana Eulàlia Reguant acusaba de vender el país "a las grandes empresas", entre otros piropos. Con momentos realmente estelares, como el chantaje para echar a Artur Mas (al que, satisfechos, enviaron a la "papelera de la historia"). Después de votar en contra de los presupuestos del gobierno Puigdemont, comenzaron la etapa del president Torra proclamando solemnemente que pasaban a "la oposición", como si anunciaran algo nuevo. Todo en nombre y con la coartada de la defensa de las clases populares, lo que lo hace aún más irritante y doloroso.

Los convergentes y ERC fueron, en relación a la CUP, muy miopes. Especialmente antes de las elecciones del 2015, cuando creyeron e hicieron creer a la gente que votar a la CUP, en el fondo, más o menos, era como votar a Junts per Catalunya. Transmitieron la sensación de que, de alguna manera, todo sumaba, todo iba a parar al mismo saco independentista. Después resultó que no sumaba, sino todo lo contrario. El abrazo, ya icónico, entre Mas y David Fernàndez el 9-N de 2014 hizo, en definitiva, mucho daño a convergentes y republicanos, y les sentó muy bien a los anticapitalistas, que en septiembre de 2015 lograron 10 diputados.

En segundo lugar, de la CUP es en gran parte el copyright del "tenemos prisa", es decir, de la creencia suicida según la cual había que correr, ponerse la soga al cuello a base de calendarios y deadlines, y, además, prometer y reprometer cosas imposibles. El pecado de los líderes del espacio convergente y de los republicanos fue dejarse arrastrar por la CUP y por la inercia general.

Mariano Rajoy, desde Madrid, se limitó a esperar a que el independentismo acabara poniéndose él solo en la ratonera y a cuidarse de que no tuviera ninguna escapatoria ni alternativas. Entonces, los ya posconvergentes y los republicanos se aferraron a la esperanza de que podrían forzar una negociación in extremis. El resto de la historia, ustedes, amables lectores, la conocen de sobras.