Hace pocos días aparecieron unas grandes manchas de pintura amarilla en la entrada de la casa del juez Llarena en Sant Cugat del Vallès. A continuación las reivindicó Arran, las juventudes de la CUP. Para acabar de adornar el disparate, lo hicieron citando unas palabras del etarra marxista-leninista Argala. Decía literalmente el tuit de Arran: "Hacemos nuestras las palabras de Argala: ‘Los pueblos no practican la violencia por gusto de hacerlo. [..] La violencia popular es siempre defensiva frente a la violencia institucionalizada de la clase explotadora, y por lo tanto completamente legítima’".

Más recientemente, alguien pinchó las ruedas y pintó una esvástica en el coche del nuevo presidente del PP de Catalunya, Alejandro Fernández. Que yo sepa, nadie ha reivindicado esta segunda idiotez.

Seguramente, me temo, los autores de una y otra gamberrada deben de estar contentos, el pecho hinchado, satisfechos por unas pintadas que deben de considerar poco menos que una heroicidad. Una heroicidad que solo tiene tres condiciones necesarias: tener pintura, un punzón y no tener dos dedos de frente.

Podría decirles a estas aficionados —uno de los grandes problemas del proceso independentista ha sido justamente este, la excesiva abundancia de aficionados— que es moralmente censurable lo que han hecho. Que no está bien emplear la violencia contra aquellos que tienen una ideología que no nos gusta. Que estos no son los valores que defiende el independentismo. Pero no creo que eso les importe mucho. Tampoco creo que les afecten las condenas que han recibido por parte de muchos dirigentes independentistas (y otros).

Pero es que, además de ser ambos ataques —contra la casa de Llarena, contra el coche de Fernández— reprobables, no hacen sino perjudicar el independentismo. Así —y de forma más que previsible, de manual—, el unionismo se ha apresurado a publicitar los lamentables hechos y a sacarles todo el provecho posible, culpando de ellos a los partidos independentistas en su conjunto, a Pedro Sánchez y, como hay elecciones en Andalucía, también a Susana Díaz.

Que los ataques unionistas contra el independentismo sean numerosos y normalmente silenciados no justifica cometer pifias viscerales e infantiles, que no hacen más que dañar la causa que supuestamente se defiende

Observemos, por ejemplo, la reacción de Pablo Casado, que el domingo atribuyó a los "fascistas de Arran" también el ataque al coche de Fernández. El presidente del PP exige, además de aplicar de nuevo el 155 en Catalunya (pero ahora elevado al cuadrado), que no haya más "cesiones" de Sánchez a aquellos que permiten que "le rompan la cara a una mujer por quitar lazos amarillos", "apaleen a policías" o "hagan escraches" a un juez del Supremo (Llarena). También equiparó los lazos amarillos con las estrellas con que los nazis marcaban a los judíos.

Casado —como Albert Rivera— suelta muchas mentiras, manipula constantemente e inventa con mala fe. Su entusiasmo por la posverdad la demuestra prácticamente a diario. (Y no solo cuando habla del independentismo: para él lo que hizo España en América no fue un genocidio ni una colonización. Ni siquiera una conquista: "Lo que hacíamos era tener una España más grande").

Las estratagemas de Casado y de tantos otros como él son más que antiguas. Se trata, por ejemplo, de coger las pintadas en casa de Llarena y los destrozos en el coche de Fernández —que pueden haber sido obra de dos o tres individuos o, incluso, de uno solo— y extender la culpa todos aquellos —millones de personas— que no comparten la visión que la extrema derecha tiene de España.

Que los ataques unionistas contra el independentismo, contra sedes de partidos, contra personas que llevan un lazo amarillo, etc., sean numerosos, y normalmente silenciados, no justifica cometer pifias viscerales e infantiles, que no hacen más que dañar la causa que supuestamente se defiende.

Lo que he intentado explicar en estas líneas es tan sencillo de entender, tan básico, tan de primero de ESO de estrategia política, que me cuesta mucho reprimir mi cabreo ante un tipo de actos que son doblemente malos: porque lo son moralmente, per se, y porque no hacen sino regalar munición a aquellos que quieren liquidar, que quieren borrar del mapa lo antes posible, el soberanismo y el independentismo.