La última genialidad de Diego Armando Maradona fue la de tener el cuerpo muerto pero todavía calentito mientras todo el planeta discutía sobre cuál era su peor defecto. La figura del argentino, a quien todo el mundo consideraba un astro, fue, es y será importante justamente porque Maradona era también (o sobre todo) un desastre, y cuando escribo la palabra lo hago pensando en su acepción más trágica: un infortunio grave, un acontecimiento funesto y ruinoso que escapa la comprensión del común de la humanidad. A menudo se dicen frívolamente frases como "tal futbolista es un fenómeno de la naturaleza" o "el Barça es más que un club" (algo que yo sólo he pensado a ciencia cierta cuando intento saber qué mecanismo mental lleva a los consocios a votar gente como Gaspart o Bartomeu), pero en el caso de Maradona la hipérbole es justificada porque el jugador, queriéndolo o no, traspasó la condición de aquello particularmente humano.

En un mundo de insufrible cursilería donde todo el mundo pesca referentes morales de bondad de forma compulsiva y en el que la muerte de un conciudadano siempre supura una horripilante horterada que se traduce en aquello de recordar que "aparte de un gran profesional, era muy buena persona", Maradona gana todo el sentido ético precisamente porque él nunca quiso ser un referente moral. De la misma forma que Beethoven se eternizó como el compositor de la Novena sinfonía –aquel canto atronador a la fraternidad humana, a pesar que la opinión de los hombres y las mujeres sobre aquello que hacía o sobre su carácter personal le importaba un comino– Maradona nunca no quiso ser un ejemplo de conducta, ni como futbolista ni mucho menos como ser particular; no quería que nadie lo emulara precisamente porque su única forma de afirmarse era la fuerza de su propia singularidad.

Creemos demasiado a menudo que aquello moral de una persona son sus buenas obras, sus acciones y etcétera, cuando a menudo el carácter de un bípedo radica justamente en ser el vertedero de toda cuánta miseria humana pueda imaginarse. No es extraño, por lo tanto, que el hueco moral de la figura del desastre argentino provocara tantas reacciones tartamudas de resentimiento. Primero, de los puritanos de siempre que corrieron a recordar el currículum cocaínico del número diez, las rayas kilométricas que se escondió por la nariz y también su eterna predisposición por tocar muslo. La cosa tiene gracia y no sólo porque el hábito de intoxicarse sea uno de los hábitos culturales más definidores, naturales y complejísimos de la humanidad, sino porque aquellos que critican las supuestas debilidades de los humanos acostumbran a ser los mismos que imponen cara de triste cuando se charla de adicciones en las maratones navideñas.

Así también el conservadurismo catalán, representado por su forma más beata, parte de su feminismo, a quien faltó poco tiempo para recordar que Maradona también había sido uno vejador de mujeres. El hecho tiene gracia no sólo porque aquí todo el mundo reparte delitos sin juicio y con una facilidad de click contagiosa, sino porque, en eso, el feminismo recuerda en  su carácter a una religión secularizada: antes del juicio final, por excelente que sea la vida de un hombre o de una mujer y por mucha felicidad que haya provocado, siempre hace falta que una entidad que se erige de reguladora moral recuerde la condición torcida, el pecado original. Sí, era maravilloso... pero tal y tal. Como rey del fútbol no hay discusión... pero recordamos también que tal y tal. Como toda fe, el feminismo tribal siempre corre a recordar la mancha, a salpimentar la herida con el espíritu sabelotodo de quien nunca ha llegado a trascender.

Wittgenstein nos enseñó que es mucho más importante ejercer la moral que charlar sobre ella, a lo cual añadiría inmodestamente que las sociedades más cínicas acostumbran a ser aquellas que tienen una sobredosis de coaching, de profetas y de árbitros de lo correcto. Las vidas admirables también están compuestas de excesos; a menudo únicamente a través de la desmesura podemos llegar a los rincones más profundos del humano. Lo recuerda Valéry en Tal Qual (publicado recientemente en Adesiara en maravillosa versión de Antoni Clapés: ¡compradlo!) cuando dice que las mentes más brillantes lo acostumbran a ser contra ellas mismas, sobre todo contra ellas mismas, porque sólo a fuerza de intentar extinguirse pueden producir cosas bellas. A menudo hace falta poner la mano ilegalmente para marcar un gol en la vida y franquear los sistemas más sólidos, así como también es necesario degradarse hasta límites insospechados para saber en qué consiste la dicha. ¡Qué forma más bella de moral, eso de ser un desastre!

Cuando muera yo, también quiero que los puritanos discutan sobre mis defectos, y que la bilis les llene la boca recordándoles lo pequeños que són. Gracias por esta última y deliciosa lección, Diego Armando Maradona.