De la intriga y del oportunismo político, de una absoluta falta de ideales. Así de rápido se responde la pregunta que muchos electores se hacen tras el desembarco definitivo de Manuel Valls como candidato a la alcaldía de Barcelona. El antiguo primer ministro francés es objetivamente un gran profesional, un formidable mareador de perdices, un astuto vendedor de humo, un político tan eficaz y temible como carente de convicciones o de escrúpulos. En contraste con el idealismo, a veces rancio, de la mayor parte de los miembros de la clase política catalana, a diferencia de la apasionada militancia de muchos de nuestros representantes locales, he aquí un hombre político químicamente puro, frío, que no sólo piensa exclusivamente en sí mismo, tampoco tiene otro ideal que su propia ambición desmedida, de dimensiones monstruosas, inconcebibles. Es un error subestimar a un rival tan poderoso pero también lo es olvidar que desconoce la mala conciencia, para él sólo existe el instinto de poder.

Nacido en Barcelona en 1962, hijo del pintor catalán Xavier Valls y de la suiza italiana Luisangela Galfetti instalados en París, el político demuestra desde muy joven una natural distancia respecto al ambiente artístico y creativo de su casa. Ben decidido a reivindicarse por sí mismo, pronto descubre en la universidad de la Sorbona donde se supone que estudia Historia, no una fuente privilegiada de conocimiento, sino un territorio donde desarrollará su determinante vocación política. La UNEF, la Union Nationale des Étudiants de France, el sindicato estudiantil, le ofrecerá un inmejorable laboratorio de ensayos. Ahí aprende a hablar y a divagar con intención, decir lo que quieren oír los interlocutores, a hacer de espía, a negociar con varias facciones al mismo tiempo, a hacer de tripas corazón y a no confiar nunca en los amigos. Compañero de viaje del trotskismo en sus inicios, no demuestra mucho interés por la teoría y, en cambio, aprende a tener una enorme capacidad para identificar las dinámicas ganadoras, las corrientes que conseguirán el éxito. Al mismo tiempo que entra en contacto con los trotskistas que tienen como jefe Lionel Jospin sabe reivindicarse como seguidor de Michel Rocard, el socialista anticomunista. Ambos tan diferentes menos en una cosa: se convertiran en primeros ministros de la República.

Pronto Manuel Valls se especializa en comunicación política, se sitúa muy cerca de los principales responsables en comunicación del Partido Socialista francés, Stéphane Fouka y Alain Bauer (futuro gran maestre de la principal logia masónica, el Gran Oriente de Francia). Si alguien hubiera imaginado que buscaba buenos partidos no habría podido encontrarlos mejores. Deja de estudiar porque dedica todo el tiempo posible a la conspiración política, a hacerse un lugar. Tiene mucha prisa y deja bien claro que no es muy partidario de la moderación. Aunque no es más que un cachorro ya lo vemos en la comisión ejecutiva federal, dentro del equipo de Rocard, el cual encuentra muy divertidas las fechorías del pequeño espagnol. Y temibles. Durante un tiempo se ganará la vida haciendo de asesor parlamentario de un diputado socialista. Si en 1986, por sorpresa, Rocard convoca una reunión de los dirigentes socialistas en la que expulsa tempestuosamente a Valls, Bauer y Fouka, sin dar más explicaciones, diez días después los vuelve a admitir en la dirección del socialismo. La relación con Rocard es tormentosa pero acaba siendo muy favorable para el barcelonés. Cuando deviene primer ministro no quiere aceptar que entre en el Gobierno porque sólo es un apparatchik. No tiene oficio ni beneficio y le recomienda que retome sus estudios. (Continuaremos el próximo día).