A finales de la década de los años sesenta, el Libro rojo de Mao era un catecismo para muchos jóvenes inquietos y antifranquistas que vivían sometidos a una dictadura que hoy hay quien quiere endulzar para justificar lo injustificable. Es un ejercicio idéntico a aquel que hacen algunos antiguos militantes comunistas respecto a lo que representó el comunismo. La excepcionalidad de la dictadura, que tuvo como efecto que los comunistas se incorporasen en la lucha a favor de la democracia antes que propugnar ningún tipo de revolución, no evitó las disputas ideológicas internas entre los comunistas, dogmáticos inflamados en casi todos los aspectos.

A pesar del estrepitoso fracaso del Gran Salto Adelante y los horrores de la revolución cultural, los maoístas de la época defendían a capa y a espada a los jóvenes de la Guardia Roja que se dedicaron a destruir libros y personas para condenar el revisionismo y el aburguesamiento de los dirigentes del Partido Comunista que podían ser sus padres. En España y Catalunya pasó algo parecido y núcleos de jóvenes abandonaron el PSUC para crear una constelación de organizaciones más o menos maoístas. El Partido Comunista de España (internacional) —que en 1975 se transformó en Partido del Trabajo de España—, Bandera Roja o el Movimiento Comunista, por citar los grupos más importantes, eran hijos del marxismo-leninismo, pensamiento Mao-Tse-Tung (tal como entonces se escribía Mao Zedong), condensado en ese Libro rojo de pequeñas dimensiones.

Ahora sabemos que la Revolución cultural china fue, contradiciendo las virtudes que destacaron intelectuales como Jean-Paul Sartre o Charles Bettelheim, un conjunto de sandeces recopiladas en forma de aforismos. El maoísmo insistía en que, incluso después del triunfo de la Revolución, había que estar atento a reprimir los elementos burgueses que pudieran resurgir en la sociedad socialista y en el seno del propio Partido Comunista. Y a partir de esa premisa, las purgas, los campos de reeducación y las ejecuciones estuvieron a la orden del día. Una auténtica masacre, que en la Camboya de Pol Pot se convirtió en genocidio puro y duro, que ha explicado ampliamente el profesor Ben Kiernan en un montón de estudios.

Tal vez es comprensible y justificable que bajo los efectos de una dictadura como la nuestra, aislada del mundo y con un déficit de información estructural insalvable, jóvenes como yo pudiéramos sentirnos seducidos por una doctrina "revolucionaria" que despreciaba la democracia. La combinación de juventud y ignorancia provoca estragos de ese tipo. Lo que me resulta incomprensible es que haya quien, pasados ​​los años, se empeñe en defender las virtudes de una ideología que ha cometido atrocidades tan salvajes como el fascismo y el nazismo. Uno puede ser de izquierdas y a su vez un anticomunista feroz. De hecho, existen muy buenos ejemplos de eso en el mundo, empezando por la mayoría de los partidos socialistas europeos.

Mezclado con la conmemoración de la difusión del Libro rojo de Mao, he leído dos artículos de sendos antiguos militantes de Bandera Roja, el grupo maoísta en el que militaron más intelectuales, profesores —universitarios y de instituto— y periodistas por metro cuadrado. Servidor, incluido. Fue un grupo esencialmente catalán, aunque con vocación españolista, porque la revolución debía ser española y el catalanismo era burgués, según la doctrina de su fundador, Jordi Solé Tura. No consiguió desbancar al PSUC y al cabo de pocos años la mayoría del grupo reingresó en el partido que habían abandonado sus principales dirigentes.

Uno de los artículos que he leído esta semana es, precisamente, de Jordi Borja, uno de esos dirigentes, y se titula Comunistes?, el otro es del sociólogo Manuel Castells —director de la tesis del primero, presentada hace pocos años— y el título es Comunistas. La diferencia entre el título de estos dos artículos es, pues, el interrogante. Ambos son, sin embargo, una reacción contra una supuesta “oleada anticomunista” provocada por el acuerdo electoral entre Podemos y IU. A pesar de que la reaparición en escena de Julio Anguita y la reivindicación sin complejos del comunismo lo habría propiciado, Borja niega la mayor para afirmar, tajante, que “no hay comunismo pero renace el anticomunismo”.

Jordi Borja olvida que en China, Vietnam o Nepal las dictaduras comunistas oprimen al pueblo en nombre de la “nueva economía social de mercado”

Según Borja, del comunismo “sólo queda su caricatura en Corea del Norte, ya que Cuba está en una transición sin posible marcha atrás” y que, en todo caso, en Catalunya y en España los comunistas eran grandes demócratas porque lucharon contra Franco como ningún otro partido. Lo fueron en la acción, de eso no cabe duda, pero no desde el punto de vista del pensamiento que defendían y difundían, lo que con el tiempo les llevó a la marginalidad que ahora quieren superar de la mano de antiguos comunistas reciclados que han abrazado el populismo como forma de acción. Jordi Borja es urbanista y mentor de Ada Colau como otros insignes exmiembros de Bandera Roja, pero cuando quiere hacer de historiador se convierte en un mero propagandista de su biografía y olvida que en China, Vietnam o Nepal, por ejemplo, las dictaduras comunistas oprimen al pueblo en nombre de la “nueva economía social de mercado”.

El artículo de Manuel Castells es más complicado. Publicado en el diario conservador por excelencia, el prestigioso sociólogo se suelta para concluir que los comunistas “se pueden reinventar en el siglo XXI mientras el liberalismo trasnochado se va deshilachando en la conciencia de la gente, conforme se sufren sus consecuencias”, por la “traición” de los partidos socialistas que fueron cómplices de las políticas de austeridad impuestas por los neoliberales mientras los sindicatos se mantenían a la defensiva. El poder del 15-M se basa, a su juicio, en eso y es lo que justifica la coalición Unidos Podemos, a Ada Colau y a la llamada “nueva izquierda”: “Las nuevas generaciones se enfrentaron a un capitalismo salvaje, cada vez más voraz e ineficiente, y no encontraron en el PSOE un defensor, sino un colaborador de la banca y además casi tan corrupto como la derecha. Se acabó el privilegio histórico de haber sido el gran partido de la izquierda. Es ley de vida. Lo que ya no cumple su función muere más o menos lentamente”. Espero que Castells nos explicará pronto la bondad de la ecuación que forman en el Ayuntamiento Ada Colau y los “social traidores” de Jaume Collboni, por usar una expresión clásica que los comunistas de primera hora, los bolcheviques, aplicaban a los partidos socialistas y a los mencheviques rusos.

Espero que Castells nos explicará pronto la bondad de la ecuación que forman en el Ayuntamiento Ada Colau y los “social traidores” de Jaume Collboni

La fraseología de Castells me recordó un párrafo del libro Revolución Cultural y Organización Industrial en China, de Charles Bettelheim, publicado en 1973 en español y que leí en un seminario de seis meses al que estábamos obligados a asistir para acceder a Bandera Roja bajo la guía de un “camarada” instructor: “Para comprender la Revolución Cultural Proletaria y su papel, debe considerarse que las transformaciones en la base económica que se observan actualmente en China no puede ser sino el producto de una lucha conducida (y que continúa siéndolo) por los trabajadores para transformar la división social del trabajo, para terminar con las relaciones jerárquicas en el seno de las unidades de producción para adueñarse de la gestión para dominar la teórica. Tal lucha es una lucha política e ideológica. No es una simple rebelión. Tiene un carácter revolucionario. Y exige, para dar sus frutos, una unidad de concepción y de acción y una justa apreciación de la naturaleza de las transformaciones posibles y de su encadenamiento. A esto se debe que exija la dirección de un partido revolucionario”. Tuve que licenciarme en Historia contemporánea para desintoxicarme de esa mezcla de ideología y verborrea y poder dilucidar la verdad de la verdad: sobre lo que ocurría en China, que el catalanismo tenía raíces populares, por decirlo como lo formuló mi maestro Josep Termes, quien no militó nunca en Bandera Roja pero sí en el PSUC, y que el obrerismo catalán era de raíz libertaria y socialista más que comunista.

La diferencia entre los “indignados” de Tiananmén y el 15-M es simple: la democracia occidental no disolvió con tanques ni mató a ninguno de los concentrados en la plaza del Sol o de Catalunya

La “cultura proletaria”, cuya síntesis era un Libro rojo trufado de obviedades y un montón de normas conservadoras, no dominó nunca en los países comunistas. Al contrario. Mao fue tan cruel como Stalin y propició un montón de guerrillas en el mundo para desestabilizar al capitalismo, el gran enemigo. Ahora, además, el país más poblado del mundo es un ejemplo diáfano de neoliberalismo promovido, claro está, por el Partido Comunista. La síntesis llegó de la mano de un dirigente comunista represaliado durante la Revolución cultural, Deng Xiaoping, quien, sin embargo, no dudó en aplastar sin miramientos el movimiento democrático juvenil de 1989 que derivó en la masacre de Tiananmén y acabó con los primeros “indignados” del mundo. La diferencia entre esos “indignados” y el 15-M es simple: la democracia occidental no disolvió con tanques ni mató a ninguno de los concentrados en la plaza del Sol o de Catalunya. No es poco, a pesar de que en Barcelona hubo disturbios muy serios el 15 de junio del 2011, cuando los “indignados” asediaron el Parlament de Catalunya e intimidaron a los parlamentarios.

Es una pena que los antiguos maoístas, ahora reciclados en no se sabe qué, no recuerden unos hechos tan obvios. Ya no estamos en ese tiempo en que se podía imprimir un libro con un título delirante, El liberalismo es pecado. Ciertamente, el mundo ha dado muchas vueltas desde aquel “mes del santísimo rosario” de 1884 en el que Félix Sardà i Salvany dio a conocer este panfleto carlista. El Libro rojo de Mao venía a ser lo mismo pero en versión atea y comunista. El liberalismo es —y era— el cebo del pecado porque es —y era— intrínsecamente perverso. A menudo, como estamos viendo también aquí, ésta no es la cuestión. Colau nos lo acaba de demostrar: lo importante es tener en tus manos el poder y disfrazarlo de revolución y cambio. Los encargados de vender el producto serán los intelectuales de izquierda de “toda la vida”, pero más viejos que las doctrinas que reivindican acríticamente, porque siempre están dispuestos a acompañarles de comparsas.