Es el nacionalismo el que inventa la nación, no la preexistencia de esta la que origina aquel. Toda patria necesita su antipatria. En su versión más templada, el nacionalismo no pasa de ser un rechazo de las injerencias foráneas; en su expresión más extrema, puede ser una ideología imperialista, racista y la mejor coartada para empresas bélicas criminales. Entre ambos extremos se abre un amplio surtido de variedades y matices.  

Fernando Savater, Contra las patrias (1984)

 

El referéndum británico sobre el Brexit y la victoria de Donald Trump en Estados Unidos han hecho que resulte verosímil lo que hasta hace poco nos negábamos a admitir como posible. Hoy ya sabemos que allá donde se abran las urnas, cualquier cosa puede ocurrir. Y lo que viene ocurriendo es que el populismo nacionalista emerge como una fuerza imparable que está cambiando la faz del mundo en este primer cuarto del siglo.

Antes del 8 de noviembre, las apuestas a favor de que en mayo Marine Le Pen se convierta en la próxima presidenta de la República francesa estaban 5 a 1. Hoy esa probabilidad se paga solo 2 a 1. Es evidente que una ola de fondo recorre el mundo: si los británicos han podido autolesionarse y mutilar a Europa con el Brexit y los norteamericanos han podido hacer presidente a un tipo como Trump, ya resulta creíble que Le Pen gane en Francia. De momento, encabeza claramente la intención de voto.

Si los británicos han podido autolesionarse y mutilar a Europa con el Brexit y los norteamericanos han podido hacer presidente a un tipo como Trump, ya resulta creíble que Le Pen gane en Francia

Si tal cosa ocurriera, en la fotografía tienen la primera consecuencia. Los cinco países que poseen derecho de veto en la ONU, los que de hecho dirigen el Consejo de Seguridad y marcan el rumbo del orden mundial, estarían en manos de estos cinco personajes: Donald Trump, Theresa May, Marine Le Pen, Vladimir Putin y Xi Jinping.

¿Qué tienen en común? Que todos ellos son furiosamente nacionalistas; que desconfían de todas las instituciones y mecanismos de cooperación internacional –empezando por la propia ONU–; que detestan a la Unión Europea, un artefacto peligroso para ellos que debe ser conducido a la máxima debilidad (tarea a la que contribuye de forma suicida la propia UE); que aman las fronteras, se proponen reconstruir las barreras políticas y comerciales entre los estados y defienden la soberanía nacional por encima de cualquier otra causa; que todo lo supeditan a fortalecer el poderío de sus propios países; que, cada uno a su manera, practica y alienta la pasión xenófoba, y que son muy, muy reaccionarios.

"Make America great again" ha sido el lema de Trump. "Brexit is Brexit" es la frase más repetida por Theresa May desde que es primera ministra del Reino Unido (cada vez más desunido, porque también sufre sus nacionalismos internos). "Pour la France et les français" es el lema de precampaña de Le Pen ante la elección presidencial del 2017. Rusia Unida es el nombre del partido de Putin, que no disimula su propósito de reconstruir la Gran Rusia de los zares y del imperio soviético bajo el mando del exjefe del KGB. La dictadura china no necesita lemas electorales porque allí no se vota, pero a la vista está su férrea voluntad de convertirse a toda costa en la primera potencia del mundo.

Más allá de la divisiones tradicionales entre izquierda y derecha, o entre ricos y pobres, o entre el norte y el sur, incluso más allá de la línea que separaba las democracias de las dictaduras, la pulsión nacionalista determina hoy la política en el mundo más que ninguna otra cosa. Me he referido a los cinco países que controlan la ONU por su valor simbólico, pero los ejemplos se amontonan. Prácticamente todos los movimientos políticos emergentes, en todos los estados y dentro de cada uno de ellos, cabalgan sobre un discurso teñido de nacionalismo.

La pulsión nacionalista determina hoy la política en el mundo más que ninguna otra cosa

Personalmente, me parece una estupidez empeñarse en establecer un paralelismo entre Trump y Podemos amparándose en el rótulo común de populistas. Se ha abusado tanto del término populismo, y se aplica a realidades tan diferentes, que empieza a no significar nada. Si se quiere criticar a Podemos, hay formas más serias de hacerlo que equipararlo al bárbaro, a cuyo lado el Tea Party parece eso, una apacible merienda de conservadores tibios.

Lo que sí tienen en común Trump y Putin, Le Pen e Iglesias (a quien, hable de lo que hable, nunca se le cae de la boca la palabra soberanía), Erdogan y Cristina Fernández de Kirchner, Oriol Junqueras y Nigel Farage, no es el populismo, sino el ramalazo nacionalista.

Corren malos tiempos para el internacionalismo; y, quizá por ello, corren malos tiempos para la izquierda. Porque el nacionalismo, se vista como quiera en cada lugar y para cada ocasión, siempre es conservador en su esencia.

Durante las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, el mundo (me refiero sobre todo al mundo democrático) entró en un período de internacionalismo activo. Se entendió que la mejor forma de evitar una nueva hecatombe era desdibujar las fronteras separadoras y crear espacios políticos y económicos comunes. Durante mucho tiempo se reprochó a los nacionalistas que su causa iba en contra de la lógica de la historia, que querían retroceder a un pasado que había quedado atrás para siempre.

El nacionalismo, se vista como quiera en cada lugar y para cada ocasión, siempre es conservador en su esencia

Pero como dice la canción, la vida te da sorpresas. Si es usted nacionalista de alguna nación (con estado o sin él), puede estar satisfecho: camina en el sentido del tiempo que nos ha tocado vivir. Lo que hoy se lleva en el mundo, lo que triunfa y gana elecciones, con todo el amplio surtido de matices y variedades del que hablaba Savater, es el nacionalismo del siglo XXI –en la mayoría de los casos, una respuesta iracunda a la globalización desgobernada.

Y los que estamos perdiendo la batalla política, vamos en contra de la corriente y sentimos que la realidad nos ha superado, somos quienes seguimos pensando que los seres humanos no podemos subsumir nuestra identidad a la del lugar en el que nacimos, los obsoletos racionalistas y europeístas que tememos a los nacionalismos como a una maldición histórica, enemiga principal de la paz entre los pueblos y de la emancipación de los individuos.

De momento, vuelvan a mirar la fotografía que abre este texto y pónganse a temblar.