El primer año de Salvador Illa como presidente de la Generalitat confirma lo que muchos ya sabían y otros sospechaban antes de que fuera elegido para el cargo: que el PSC no es un partido catalán. Dejó de serlo, a pesar de conservar el nombre, cuando en 2013, en pleno proceso independentista y bajo la batuta de Pere Navarro, renunció al alma catalanista y se quedó solo con el componente españolista del PSOE. De aquel Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) creado en 1978, en plena transición política, fruto de la fusión entre el Partit Socialista de Catalunya-Congrés (PSC-C) de Joan Reventós, el Partit Socialista de Catalunya-Reagrupament (PSC-R) de Josep Pallach y la Federación Catalana del PSOE de Josep Maria Triginer tan solo quedan sus siglas. El PSC es hoy la sucursal del PSOE en Catalunya. Y es teniendo las riendas de este PSC en las manos, primero como secretario de Organización en 2016 y después como primer secretario en 2021, que el exministro de Sanidad y exalcalde de La Roca del Vallès se ha convertido en el 133º presidente de la Generalitat.

Ha sido siempre claro desde el primer momento, y en esto Salvador Illa no ha engañado nunca a nadie, que desde el punto de vista catalán la ambición nacional de su gobierno sería nula. Para él, y para el PSC que comanda, Catalunya es una autonomía de España, quizá no una autonomía cualquiera, pero sí una parte indisociable de España. No es, por descontado, independentista, ni soberanista, ni siquiera catalanista. Que desde el PP y de Vox, Isabel Díaz Ayuso, Alejandro Fernández e Ignacio Garriga se pasen el día calificándolo de secesionista no quiere decir que lo sea. Es solo una táctica para tratar de desprestigiarlo ante el público precisamente españolista, que es lo que es él, autonomista y españolista. Y no lo puede ni lo quiere esconder. Nada que decir, es lo que eligieron sus electores, con la ayuda inestimable de la abstención de muchos votantes independentistas, que pasó factura a JxCat, ERC y la CUP, hartos de que les tomaran el pelo. A partir de ahí, todo el mundo sabía qué se podía esperar de un gobierno del líder del PSC y él también ha sabido siempre qué podía ofrecer. Por eso el balance de este primer año en el palacio de la plaza de Sant Jaume de Barcelona —el viernes se cumple exactamente el primer aniversario de la investidura— es, no por esperado, menos decepcionante.

Lo es porque en el ámbito que tanto Salvador Illa como el PSC habían prometido que brillarían a la hora de gobernar, el de la gestión, de momento, fracasan. El fiasco en la adjudicación de plazas de maestros para el curso 2025-2026, fruto de una manipulación de un alto cargo del departamento de Educació que ha obligado a la consellera, Esther Niubó, a destituirlo —el subdirector de Plantilles, Provisió i Nòmines, Enric Trens—, ha sido la prueba más evidente, que todo el mundo ha visto, de que el actual gobierno de la Generalitat no acaba de funcionar. Nada que envidiar al escándalo que en 2023 obligó a repetir las oposiciones para estabilizar las plantillas de la administración catalana, cuando gobernaba ERC en solitario, que provocó la fulminación de la directora general de Funció Pública, Marta Martorell, por parte de la consellera de Presidència, Laura Vilagrà. El caos diario de Rodalies, a pesar de ser el responsable principal la administración española, es también una losa que pesa sobre la gestión del departamento de Territori, Habitatge i Transició Ecològica que dirige Silvia Paneque, en la medida en que suyas son, según el decreto de traspaso del 30 de diciembre de 2009, las competencias de regulación, planificación, gestión, coordinación e inspección del servicio, entre las que destaca la fijación de los horarios y de las tarifas, la determinación de la oferta y la combinación con los demás servicios de transporte de Catalunya.

Hace un año Salvador Illa comenzó el mandato declarándose admirador y heredero de la gestión llevada a cabo en su día por Jordi Pujol

La guinda del pastel, sin embargo, es el anuncio del departamento de Economia que encabeza Alicia Romero —la más lista de todos— realizado el 31 de julio, con nocturnidad y alevosía en plena operación salida de las vacaciones de agosto, que aleja hasta 2028 la asunción de determinadas funciones, ni siquiera de todas —por mucho que su presidente se esfuerce en proclamar lo contrario—, en la gestión del IRPF, cuando, según el pacto de investidura de Salvador Illa alcanzado con ERC, en 2026 la Generalitat debía recaudar la totalidad del IRPF como primer paso del nuevo modelo de financiación, denominado singular, acordado. El pretexto aducido en el plan director para el desarrollo de la Agència Tributària de Catalunya es que esta no dispone ni de los medios físicos ni de los informáticos para asumirlo y tardará más tiempo en tenerlos. No le falta razón a Alicia Romero, porque JxCat y ERC, que la habían tenido bajo su dirección en los últimos años, no habían hecho, a pesar de los aspavientos que ahora dirigen contra el PSC, absolutamente nada para agrandarla. Pero en política no se vale excusarse siempre en los demás y ahora le toca a ella demostrar que lo sabe hacer mejor, aunque de momento no lo parezca.

Todo ello es así a pesar de la reivindicación de la buena gestión que de palabra siempre realiza el 133º presidente de la Generalidad. De hecho, para enfatizarlo, hace un año comenzó el mandato declarándose admirador y heredero de la gestión llevada a cabo en su día por Jordi Pujol. Una cosa es la teoría, pero la práctica confirma que de momento no se sale con la suya y está a años luz de su predecesor, al que justamente la mala gestión de sus sucesores ha hecho bueno. El caso es que, a este paso, ni siquiera mejorará la actuación de los anteriores presidentes que ha tenido el PSC, Pasqual Maragall y José Montilla, a pesar de que en algunas circunstancias había sido un auténtico despropósito. No cumplir los compromisos adquiridos, darles largas, que es lo que pasa con la reforma de la financiación, cuando, además, al otro lado ERC sí ha cumplido su parte del trato invistiendo a Salvador Illa cuando tocaba, es una mala carta de presentación y hace perder credibilidad a quien lo practica. Y lo mismo sucede con el apoyo al catalán, la inmigración o la vivienda.

Todo ello en un año, cuando a la legislatura todavía le quedan tres más para agotarse. En esta perspectiva, la magnitud de la tragedia para Catalunya, sobre todo desde el punto de vista nacional, puede ser de las que hacen época, porque cada vez que tiene la oportunidad de hablar se lo hace venir bien para recalcar que forma parte de España y para sublimar la teoría del, cuanto más juntos, mejor. Pero a pesar de ello, y vistas las renuncias de JxCat, ERC y la CUP, que en la práctica son las que han facilitado el acceso del exalcalde de La Roca del Vallès a la presidencia de la Generalitat, todo hace pensar que hay PSC para rato, porque nada indica que las tres formaciones sean capaces de recuperar la mayoría soberanista que había existido en el Parlament de manera ininterrumpida desde 1984 hasta el anterior mandato. Por ahora tampoco hay ningún líder que le haga sombra. Carles Puigdemont y Oriol Junqueras están gastados y amortizados, aunque ellos insistan en aferrarse a una posición de la que hace tiempo que deberían de haberse apartado.

La única que le busca las cosquillas, y dada la reacción que obtiene parece que se las encuentre, es, curiosamente, quien menos representación tiene, la presidenta de Aliança Catalana y alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols, ante la que pierde siempre los nervios y el sentido de la mesura. Cada vez que ha de responderle una pregunta en el Parlament lo hace siempre de manera agria e irada, pierde los papeles y, con el dedo acusador, adopta una posición entre paternalista y culpabilizadora impropia de un presidente de la Generalitat. Es quizás el aviso de que la magnitud de la tragedia la puede sufrir también quien menos se lo espera.