Hace cosa de un par de años, una contertuliana nos explicó con el micrófono abierto que pensaba que era inmoral mentir a los niños sobre la magia del tió y de los Reyes. Me hizo pensar en un buen amigo que, cuando teníamos cinco años, explicó a toda la clase que los Reyes nos veían por un agujero gigante, porque eran los padres. Los suyos habían escogido ahorrarle la magia y decirle la verdad para no hacerlo sentir traicionado de mayor. De todos los hijos de padres que hicieron milagros para preservar la magia de estos días, sin embargo, me parece que debe haber muy pocos que consideren, en el fondo de su corazón, que todo ello fue una mala pasada ideada para herirlos. Más bien quiero pensar que, con los años, han entendido que la magia es el ambiente que los padres se esfuerzan en forjar para que el niño pueda creer: las conversaciones entre adultos sostenidas por sobreentendidos porque hay un niño presente, la cantidad de mandarinas que se tienen que ingerir deprisa y corriendo y a escondidas para que el plato del tió quede vacío de vez en cuando, la ilusión al quitarle la manta después de hacerlo cagar, la euforia al saludar a los Reyes cuando la cabalgata llega a la plaza del pueblo y el niño en brazos del padre queda extasiado por el velón.
La tradición que se ha cultivado en torno al nacimiento del Niño Jesús celebra la familia, pero sobre todo celebra los niños. Estar cerca de un niño que, por cuestiones obvias de edad y madurez, es más vulnerable que el adulto, lleva a hacer cosas buenas por el bien de hacerlas. Su dependencia convierte en urgente salir de uno mismo, ser generoso con el propio tiempo, con su libertad y entrenar la paciencia y el afecto. Una vez, la madre de una familia —muy— numerosa me dijo que “el niño te aporta aquello que estás dispuesto a entregarle”. De la misma manera que los niños ponen delante del espejo el bagaje familiar, las heridas y los defectos de uno mismo, relacionarnos con ellos así también es una herramienta de perfeccionamiento de nuestras virtudes. La magia que el niño percibe estos días es una magia fantástica, deslumbrante, inocente. Escribía Chesterton que “lo que hacía la infancia maravillosa es que todo era una maravilla. Aquel no era solo un mundo lleno de milagros, era un mundo milagroso”.
La magia que se nos revela cuando vivimos estos días cerca de los niños es que atenderlos y amarlos puede transformarnos
Cuando somos adultos, sin embargo, la magia que descubrimos es la de rememorar que los adultos de nuestro entorno se pusieron de acuerdo para que tuviéramos la oportunidad de ilusionarnos sin temer demasiado la frustración. La magia que se nos revela cuando vivimos estos días cerca de los niños es que atenderlos y amarlos puede transformarnos. La nuestra es una magia madura, pero eso no la hace menos fascinante ni paradójica: con el engaño tierno traspasamos al niño la magia de una gran verdad. Es bastante redondo, porque todas las certezas que se nos manifiestan con fuerza estos días manteniendo la magia en el mundo de los niños, parten de una cuna de heno, en un establo, con un Niño en pañales y sollozando. Celebrando aquel Niño podemos celebrarlos a todos, y celebrándolos a todos podemos celebrar y comprender cuáles son las cosas que verdaderamente vale la pena priorizar, también cuando en nuestra Navidad particular ya no hay niños. O cuando aún no han llegado de nuevos.
Los niños nos obligan a hacer el esfuerzo de explicar de una manera sencilla los conceptos más elevados, como por ejemplo que la redención de la humanidad la posibilitó un bebé indefenso en brazos de unos padres que lo amaron. Ahora tenemos el tió, y los Reyes, y toda una conjura pública preparada con regalos y lucecitas, pero el Adviento y la Navidad hacen de escenario para poner en práctica lo mismo que se reveló a José y María en aquel establo precario: la verdadera grandeza radica en lo que es pequeño, y un niño es la encarnación chillona, desobediente, juguetona y con los morros manchados de chocolate de esta manera de mirar el mundo. Los días que vienen condicionan el alma para que se incline hacia las cosas bellas y buenas, y yo diría que, manteniendo la posibilidad de creer en la magia a los niños, también atizamos la magia que ellos abren en nosotros. “La mayor parte de la gente continuará observando formas que no se pueden explicar a sí mismos; continuarán celebrando la Navidad con regalos de Navidad y felicitaciones de Navidad; continuarán haciéndolo y, de repente, un día se levantarán y entenderán por qué”, escribía también G.K. Chesterton. Cerca de un niño, entenderlo se hace encantadoramente sencillo.
