Si me preguntan quién es el nuevo alcalde de Barcelona, puedo decir su nombre y también el nombre del partido por el cual se presentaba; pero, a partir de aquí, que no me pregunten nada más porque seguro que diría una falsedad. Obviamente, no buscada. No sabría definir quién es, y no lo digo solo porque se haya pasado la campaña haciendo ver que no estaba en el gobierno municipal hasta justo antes de abrirse el periodo electoral, o de cuáles eran sus líneas rojas a la hora de establecer alianzas; sino, o también, por cuál ha sido el pacto que lo ha llevado hasta conseguir el cargo.

Hace mucho tiempo que el eje izquierda-derecha se ha desdibujado completamente, solo hay que ir a mirar los programas de las últimas, y me refiero a unas cuantas, elecciones, y lo que es más importante todavía: las acciones que se llevan a cabo una vez se ha ganado. O, en su defecto, se han cambiado los cromos para poder gobernar. Para los incrédulos e incrédulas, mirad las cifras de desigualdad y cómo estas crecen, aunque los partidos que se dicen de izquierdas están en el poder. Mirad también, y todavía más de cerca, los derechos que vamos perdiendo como ciudadanos y ciudadanas de un país democrático. Y, en definitiva, cómo se va degradando la democracia hasta el punto de que se tiene que hablar de ella cada día para no perderla de vista y mantener la ilusión de que es plena. No es para reír, pero diremos que me hace bastante gracia cuando dicen que España es una democracia plena. Siempre me pregunto: ¿plena de qué?

En Catalunya, y en el conjunto del estado español, la difuminación del eje izquierda-derecha ha dejado paso a otro eje que ha emergido desacomplejadamente en este pacto de Barcelona: la liga españolista de los partidos estatales contra Catalunya

Sin duda, en la autodenominación recae una buena parte del problema, pero va más allá y no es solo que el poder está en otra parte, cosa que también es cierta, pero que no cambia especialmente porque los que se presentan a las elecciones cuando ya están en la silla no hacen nada que les perjudique su futuro político. Hasta el punto de hacer auténticos malabares con la ideología —la propia y la del resto—, por eso la derecha siempre está tan tranquila, también cuando supuestamente pierde. Los que perdemos de verdad somos toda la ciudadanía, porque el presente y el futuro político ya no es el de la gente, es el de las y los propios políticos y todos los miembros de sus partidos.

Este sábado pasado ha dejado boquiabiertos a más de uno y una, no porque lo que ha pasado no fuera posible, sino porque ha dejado demasiados culos —culos atados en la silla y culos alquilados en casa de otro— al aire. No es ya ni una cuestión de coherencia mínima, sino que entre la declaración —lo que se dice— y la acción —lo que se acaba haciendo— ya no hay, en el caso de muchos políticos, no solo distancia sino una contradicción flagrante que se asume como una nueva manera eficiente de hacer política. Las explicaciones justificativas de las maniobras no son ya ni poéticas, ¡directamente esperpénticas! ¡Pero ni se despeinan!

Ahora bien, en Catalunya, y en el conjunto del estado español, la difuminación del eje izquierda-derecha ha dejado paso a otro eje que ha emergido desacomplejadamente en este pacto de Barcelona: la liga españolista de los partidos estatales contra Catalunya. El 155 no solo no ha acabado, sino que sigue ampliando la base; lo que no quita que los comuns, cuando les vuelva a convenir, harán ver que ellos juegan en otra liga. ¡Una liga que como mínimo debe ser sideral!

Lo que también me preocupa de todo: Barcelona se ha hecho grande en el mundo porque no consiguieron gobernarla desde Madrid. Con el espectáculo del sábado, ¡no sé cuál será la Barcelona del futuro!