Ayer M. Rajoy se mostró con todo su esplendor decimonónico de cacique de provincias, de arrogante fumador de caliqueños del casino de Pontevedra, de político integrista disfrazado de tibio y de moderado. Él, que había sido hasta ayer un desconcertante personaje literario creado por Francisco Umbral en las páginas de El Mundo y antes un mediocre imitador de Aznar, él, un registrador de la propiedad privada de los demás, un procurador de la gestión alquímica de los tiempos, un gestor de todas las corrupciones y corruptelas, un alfarero de leyes y reglamentos, un duplicador de la realidad niquelada, terminó perdido en su propia peripecia vital, en la particular administración de su propia “mala uva”, de su insolencia carca. Al facha se le llama así porque el facha es fachenda y porque se enfada con mucha más vehemencia que los demás, a la manera fachosa del gran dictador que dibujó Charles Chaplin en el cine. El facha es, antes que nada, un fanático de sí mismo y un fenomenal escupidor de los demás. Ayer M. Rajoy, como una llama andina, dijo antes de correrse del Congreso que es español ante todos aquellos espanyolazos de derecha, de izquierda y de centro, demostrando que los problemas reales que preocupan realmente a las gentes españolas se resumen, de hecho, en uno solo: España. España y más España. O sea que el presidente español de España dejó la sede de la soberanía popular y se tomó la tarde libre como el adolescente que descubre que la novia tiene intimidad con otro. En su asiento presidencial, según se entra en el hemiciclo a mano derecha, la vicepresidenta Soraya Sáenz de la Pinta, la Niña y la Santa María, mientras tanto, pensó que era una buena idea poner su bolso de piel negra. Cuando, muchas horas más tarde, ante las cámaras de televisión, el presidente Rajoy salió risueño y desorientado del restaurante madrileño donde había establecido espontáneamente su comandancia móvil, parecía, pero no lo podría jurar, que tenía en la mirada la dulzura del Albariño, del Ribeiro, ayudada con el Valdeorras y quizás con unas gotas lubricantes para el alma del grandioso orujo. Son las bondades de la tierra, del final de la tierra concretamente, donde termina Europa y España, ante el mismísimo océano.

Ayer M. Rajoy fue infinitamente más M. Rajoy que nunca y su comportamiento público fue un ejercicio de sinceridad altiva, haciéndose el loco, negando la posibilidad de mejora, despreciando al adversario político, burlándose de toda la clase política española a la que, con toda probabilidad, supera en malicia, maldad y malignidad. Lo desprecia todo y a todos. Estableció pesos y medidas como Nabucodonosor el Grande, tablas comparativas y hojas de cálculo para ponderar allí mismo, en el Congreso, qué corrupción política es más corrupción que las demás y qué leyes y normas vale la pena saltarse y cuáles no. Él y Pedro Sánchez, con una cinta métrica, se medían el uno al otro la pegajosa corrupción que llevaban encima. Y, por un momento, parecían dos vagabundos de Beckett pastando dentro de un container, clasificando la basura a partir de criterios de calidad y de denominación de origen de la inmundicia presentada. M. Rajoy ayer presentóse desconsolado como un español mártir de la alevosía vasca cuando, en realidad, sólo es víctima de sus delirios de grandeza y de su exceso de confianza. Ni con agua caliente lo sacarán de la presidencia del Partido Popular. Con una copa repleta de egotismo en las manos ya maquina cómo sacar al presidente Sánchez de Moncloa y cómo volver a instalarse en el palacio de manera indefinida.