De entre todos los insultos que me acostumbran a llover cuando disgusto a la audiencia en una tertulia o en un artículo los que más me enternecen y me hacen reflexionar son los que hacen referencia a mi calvicie. Encuentro que es propio de inteligencias que todavía no están estropeadas por los medios de comunicación sospechar del pensamiento de uno calvo, o incluso rechazarlo de entrada, por si las moscas.

La socialdemocracia ha intoxicado todos los discursos, pero la sabiduría popular tiene una expresión imbatible. Cuándo una persona se mete en problemas, se le dice: te caerá el pelo. Yo no he visto nunca representado a un ángel que sea calvo o que sufra de alopecia, ni siquiera en la obra de los artistas más vanguardistas. En cambio, el demonio se acostumbra a pintar pelado como un anfibio, igual que los militares.

Así como es fácil deducir que el fumador es un hombre de que se siente solo o que el bebedor es un hombre que se aburre, o que el gordo se siente vulnerable y que el friolero es un cartesiano necesitado de amor, no cuesta demasiado ver al calvo como un hombre torturado por las normas establecidas. En la calvicie resuena, ni que sea por estética, un indicio de rebelión, de resistencia demoníaca a la autoridad.

Quizás porque en mi casa no hay calvos, tiendo a pensar que el aspecto de mi caparazón es fruto de la lucha que he sostenido para conseguir hacerme valer en mis propios términos. Cada vez que me dicen calvo para despreciar alguna cosa que he dicho o que he escrito, pienso en la erosión que mi ingenuidad angelical ha sufrido para concretarse en un cierto talento, en la manía que he tenido para que nada pudiera malbaratar de una manera gratuita mi pureza primigenia.

Seguro que en esta actitud hay un cierto orgullo herido, pero también hay un cierto sentido de trascendencia, que es aquello que te hace flotar, cuando los barcos naufragan y las ratas se ahogan. Quizás tendría que haber confiado más en Dios, pero Dios tiene trabajo y a lo largo de la vida he visto a muchas personas avispadas estropeadas por el entorno. Estas personas mórbidas, con una fealdad que nace de las profundidades, como si alguna cosa buena se fuera pudriendo dentro suyo, me despiertan una tristeza atávica.

Estoy bastante seguro de que, si fuera uno de estos intelectuales que hacen épica de la insatisfacción o que necesitan tres párrafos para desmontar una obviedad, conservaría la mata de cabello. Si en cuentas dedicarme a escribir, hubiera entrado a trabajar en la Caixa, como era mi intención cuando iba a la escuela, ahora no sería calvo e incluso quizás tendría el pelo de un color gris sabio e institucional.

Hasta el 23 años tuve una melena imposible de domesticar. El pelo salía de mi cabeza con una fuerza furiosa, como si dentro del cráneo tuviera un saco tierra fértil en vez de neuronas. Ahora entiendo que no se puede tener todo a pesar de que algún precio tienes que pagar para conservar el entusiasmo que dan el candor y la subjetividad a medida que vas aprendiendo, con el matiz que oporga la experiencia, como funciona la ley de la jungla.

La calva es la expresión de la vulgaridad que he tenido que aceptar por escalar en la cadena trófica sin que me doblegara el miedo ni la fuerza de la gravedad. Se me podría hacer un implante como Albert Rivera, o como algunos humoristas del proceso, pero nunca me ha gustado la bisutería. Si pienso en los amigos que son calvos como yo, me doy cuenta de que tenemos en común una manía parecida para jugar fuerte y para defender nuestra independencia con uñas y dientes ante las amenazas y los cantos de sirenas.

Es como si supiéramos mejor que la mayoría de la gente que, si evitas llevar tu cruz, tarde o temprano alguien te endosará otra más pesada y menos fructífera. En Catalunya, donde la agresividad está tan reprimida y la verdad está tan tergiversada por la impotencia, es un espectáculo que ves cada día.