Hace años leí una entrada en el blog del Salvador Sostres que entonces no sé si entendí, pero que no he podido olvidar nunca. El Salvador aseguraba que la única literatura que vale la pena es la de sentimientos. Decía que el resto de formas literarias juegan en segunda división, que pueden entretener o deslumbrar más o menos pero que, en el fondo, ni siquiera necesitan la literatura para explicar la cual quieren decir.

Empezamos a escribir bien, decía, cuándo nos sentimos como un boxeador que lucha por mantenerse derecho en el cuadrilátero. Empezamos a tocar hueso cuando nos han roto la nariz, tenemos el ojo izquierdo medio cerrado de un golpe y nos fallan las piernas. La literatura es el gesto que hacemos cuando en teoría ya no queda ningún motivo para que no tiremos la toalla y pidamos una ambulancia que nos lleve al hospital. Un texto promete cuando nos quedamos solos defendiendo una intuición mayor que nosotros, que nos puede tumbar y llegar a hacer polvo.

Quizás el artículo decía otras cosas, no lo recuerdo, pero entonces me pareció un punto interesado y tremendista. Después leí el Quijote y entendí que la vida no consiste tanto en evitar problemas y accidentes como en mantener vivo tu rol en el mundo. Me parece que la lectura mejor que se puede hacer de la obra de Cervantes es esta: el Quijote no se muere porque recupere la lucidez; se muere porque la lucidez le hace creer que su existencia ya no tiene sentido.

Como explica la famosa novela de Cervantes, la mayoría de la gente vive a través de roles protegidos socialmente. Las personas que se hacen un papel a medida tienen una vida más intensa pero también tienen que luchar más por mantener viva la esperanza, el significado de los vínculos que los conectan con el mundo. Algunas personas ―yo he conocido muchas― empiezan con empuje y poco a poco se apagan como estos cohetes que se tiran contra las noches de San Juan. Atrapados por las contradicciones, empiezan a fingir y se van muriendo por dentro, bajo una capa de falsa compasión o de cinismo alegre.

La metáfora del boxeador que lucha por mantenerse derecho es buena porque todo el mundo quiere sentirse especial, aunque no todo el mundo luche con el mismo coraje ni la misma inteligencia para conseguirlo. La literatura de sentimientos, que no es lo mismo que el sentimentalismo, hecho de sentimientos sin dirección, nos recuerda a este boxeador que todos llevamos al alma. Si la literatura es pasable, el boxeador nos remueve la intimidad, pone luz a las esperanzas que, por pereza o por inercia, habíamos abandonado en el sótano con los pequeños monstruos reprimidos o sádicos.

Justamente porque llevamos a un boxeador en el alma los artículos sentimentales son juzgados de forma visceral. El mismo artículo que unos encuentran bueno, otros lo pueden encontrar cursi o repugnante. El artículo sobre política o historia más infecto y demagógico no será recibido nunca con tanta condescendencia y tanta mala leche como el artículo sentimental más inocente. En el artículo sentimental ves al boxeador que tú dejaste caer en el tercer round, devolviendo los golpes medio ciego, a punto de desmayarse. Si no puedes admirarlo, es fácil que lo desprecies o incluso que te tomes sus golpes más torpes como una cosa personal.

El boxeador lucha por él. Pero cada golpe bajo, cada vez estilizado, cada gruñe de dolor, cada resoplido de cansancio, todo el esfuerzo que hace para mantenerse derecho ante el miedo y el dolor no tendría ningún sentido si no amara y este amor no lo hiciera muy débil. El amor es luz y precisión, pero también es resistencia y fuerza bruta. Lo que aguanta el boxeador en el ring es una intuición apasionada, que a veces incluso lo ciega. Lo que hace que no tire la toalla son las personas a las que quiere. Si no te amara con toda el alma ―si no pensara que te puede dar alguna cosa, incluso en la derrota y el ridículo más absurdo― buscaría a un rival más pequeño y, seguro de conseguir el aplauso, haría al torero escribiendo un artículo de historia o de política.

El boxeador te recuerda el fondo visceral de la existencia y también que hay dos tipos de momentos en la vida. Los momentos en los cuales nos parece descubrir qué hemos venido a hacer en el mundo y los momentos en los cuales nos asalta la tentación de rendirnos y aceptar que ya no estamos a tiempo de cambiar el papel que habíamos asumido para conectar con los otros. Son nuestras rendiciones lo que nos da rabia, no el esfuerzo teñido de sangre y de sudor del boxeador que hace el que puede para mantenerse derecho con la nariz rota, los ojos inchados y las piernas temblorosas.

Si pudiera pensar sólo en él, si no pensara también en las personas que quiere y le dan un sentido, si no estuviera muy convencido de que amar es querer que el otro viva con toda su potencia y que eso pide inspiración y aprender a perder, el boxeador bajaría los brazos y, como hace la mayoría, se dejaría caer al suelo.