Nervios, muchos nervios. Cansancio, mucho cansancio. Me siento dispersa. Esta ha sido una semana increíblemente apretada, mil actividades solapadas, sin respiro, deprisa arriba y abajo, arrancando tiempo de las horas de dormir. Con la sensación que llegas tarde a todas partes, tres conferencias diferentes en una semana, solicitar un proyecto con el tiempo limitado, clases, reuniones, seguir dirigiendo un grupo de investigación que necesita que le dedique más tiempo del que ahora tengo, llamadas telefónicas, enviar medio centenar de mensajes de correo cada día, con un familiar en el hospital... una tormenta perfecta para sentir el síndrome de la impostora. Todos los días haciendo malabares, con el miedo de que acabaré tropezando... y caerán todos al suelo.

A estas alturas, en el primer momento de pausa en que tengo que escribir mi columna semanal, me doy cuenta de que no me queda mucha más energía. A veces, me pregunto si mi trabajo me compensa o me agota. Seguramente, me lo pregunto como os lo preguntáis muchas otras personas que ahora me estáis leyendo. Pero este viernes, al acabar la última clase de la tarde, con la noche en las puertas, una alumna ha venido a buscarme para preguntarme sobre enfermedades hereditarias, mi investigación. Nos hemos quedado un rato hablando de una enfermedad genética que afecta a su familia. Escuchando, explicando los orígenes de las mutaciones, dando contexto, compartiendo conocimiento de forma inesperada, recibiendo un gracias, tímido pero muy sincero, el día ha dado la vuelta. Anteayer, unos alumnos me preguntaron justo cuando se había acabado la clase del mediodía. Teníamos que salir porque entraba el siguiente grupo. Era ya pasada la hora de comer, pero nos quedamos en medio del pasillo, utilizando la pared de ladrillos como una pizarra improvisada, dibujando con el dedo como si fuese una tiza, pintando con la mente e imaginando cómo el DNA salta y cambia de posición, cómo el DNA es dinámico y versátil. Con la mascarilla solo nos quedaba la mirada y el tono de voz, pero este resplandor en sus ojos, entre la sorpresa y la emoción, cuando el mundo se detiene unos instantes porque todo cuadra en nuestro marco de conocimiento, esta comunión de mentes, tan fugaz y pasajera, pero tan vibrante y única... eso no tiene precio. Aunque solo sea por estos instantes diarios indefinibles, siento que lo vale, que ser profesor es la mejor profesión del mundo. ¿Compensa? sí, compensa.