Ahora que los muertos pasan de ser un número a ser un nombre propio. Ahora que las cifras se convierten en personas, que las víctimas empiezan a tener rostro. Ahora parece que todo pesa más. Han tenido que pasar semanas para que las estadísticas se hayan acercado a nuestro entorno y se hayan hecho palpables, afectando a seres conocidos, apreciados, vecinos. En cuestión de días, personas amadas han perdido al abuelo, la hermana, el padre, la tía. Otros, también hemos perdido amigos y todavía no nos lo creemos. Quizás no todos han faltado por causa del coronavirus pero, sea como sea, a ninguno de ellos hemos podido despedir, no se nos ha permitido estar con la familia y se nos ha robado la oportunidad de coger la mano del compañero. Llorar juntos, vaya. Aquello tan terrenal.

El mundo se ha detenido pero el luto no y algunas personas están viviendo en una sensación de irrealidad continuada y persistente, con una añoranza ahogada dentro del pecho que no consiguen sacarse del todo, como si al no haber podido llorarlo ni compartir, pudiera llegar a parecer que no ha sucedido. Necesitamos que sea cierta la muerte para poder digerir el dolor pero si no decimos adiós ni compartimos la pena y la rabia, entonces, ilusoriamente, no nos lo acabamos de creer.

El mundo se ha detenido pero el luto no y nos falta poder llorar juntos, aquello tan terrenal

Como el sueño retrasado que no se recupera —el insomnio de ayer no se cuida durmiendo más horas mañana— igualmente sabemos que el tiempo perdido tampoco vuelve. No todos los abrazos acumulados en la sala de espera podrán ser dados. Cuando todo eso pase y la puerta se abra, algunos de los destinatarios ya no estarán o el afecto del tacto llegará tarde para los que lo necesitaban antes. Los instantes pasan y costará sostener el silencio. La piel tiene memoria sin embargo, ¿cómo se recuerda aquello que no se ha podido vivir totalmente o cómo se olvida aquello que no se ha podido morir plenamente?