Por mucho que un país tenga cuotas altísimas de pensadores o científicos por metro cuadrado, el espíritu de los individuos (dicho de una forma menos pedante; las pautas de conducta general y la antropología de los átomos humanos de una nación) siempre se acaba inspirando en el arte de la novela. Tanto da que el género haya sufrido transformaciones siderales, de los ladrillos Bildungsromanescos del XIX a la deconstrucción del género actual hacia una cierta prosa poética; la novela sigue siendo un vehículo privilegiado a la hora de crear patrones contagiosos de carácter. Durante los últimos años, por poner solo un ejemplo, muchos narradores jóvenes se han inspirado en la letra y el espíritu de Víctor Català —extraordinariamente reeditado por Club Editor— y eso nos había llevado a un cierto imaginario de ruralismo atávico donde las mujeres podían encontrar personajes femeninos de un empoderamiento (puaj) felino y una prosa de enorme calidad.

No obstante, y por mi condición de lector compulsivo, últimamente he notado un preocupante golpe de timón en el mundo de la novela tribal. Podríamos denominarlo literatura de autotortura y, dicho sin tapujos, se trataría de un nuevo género novelístico bastante bien urdido, con historias más que interesantes, pero habitualmente protagonizado por individuos que nos explican sus problemas. Una de las muchas lecciones que nos regala la literatura es la de saber que los asuntos traumáticos en los que se zambullen los humanos, como tener cáncer de páncreas o escoger la escuela más adecuada por los chiquillos, no tienen necesariamente por qué ser interesantes a nivel narrativo. Eso choca de frente con muchas novelas que he leído recientemente, las cuales certifican el gran nivel técnico de nuestros escritores, pero su insistente manía de escribir con ademán triste y vomitar sermones que tendrían que verter al psicólogo.

El tema me resulta francamente preocupante, no solo porque este tic acabe generando libros pesadísimos y novelas de gente la mar de intensita sin ningún interés, sino también porque la mayoría de escritores que las firman son autores de mi generación o de las posteriores (es decir, y a pesar de lo que opinen los nostálgicos del siglo XX, de la gente que ha vivido con más confort y prosperidad en la historia de Occidente). Yo comprendo a la perfección que la señora Mandelstam o la gran Tove Ditlevsen —que podéis leer en Quaderns Crema y l'Altra Editorial, respectivamente— escribieran desde la herida para compartir con nosotros las veces que se habrían querido tirar en la vía del tren. Pero, hijitos míos, si actualmente lo único que os ha pasado en la vida es que tenéis hijos y os da miedo que se den un calambre con un enchufe o que le habéis dado un cachetazo a una bambina y os pensáis que la habéis violado, haced el puto favor de callar y corréis a terapia.

Novelistas, ayudadnos a ganar. Basta de heridas, basta de problemas de psicoanalista dignos de la sociedad del bienestar. Si os hace falta ayuda, pagad setenta euricos la hora y que el diván haga el resto

Los novelistas de la tribu tienen que ser conscientes que hurgar en la herida (parcialmente comprensible, debido a un presente donde el esplendor económico de los años noventa se está replanteando y los críos de cuarenta años, para vivir en el Eixample, tienen que compartir piso con los coleguis) puede regalar una buena recepción inmediata a sus obras; pero, a la larga, la literatura nos tiene que ofrecer algo más que señoras histéricas y hombres de masculinidad vaporosa. Sin alejarse de un presente rebosante de alehops existenciales, sería oportuno que los narradores catalanes empezaran a ser conscientes de que su condición no es precaria, por el simple hecho de que son dueños del Zeitgeist de su comunidad de lectores. Estos no solo necesitan que les hagan sufrir y que les expliquen que la montaña danza, sino también que les den claves para sobrevivir entre el tedio, la complejidad y la dura lucha de la nación para sacar la nariz al nuevo mundo.

Como lector y que me perdonen el pesimismo, ahora que se acerca la insufrible fiesta de los libros y las rosas, estoy hasta los cascabeles del alma de escritores que se hacen la víctima constantemente, que me explican lo duro que es encontrar piso en Girona y cómo los angustia la plaga turística que sufren nuestras Illes, con la consecuente uniformización del paisaje. ¡Ya basta de hombres y mujeres con cuarenta años cumplidos que me explican problemas a los que nuestros padres y abuelos se enfrentaron (¡y superaron!) sin tanta protesta, en unas condiciones de vida mucho más difíciles que las nuestras. Ya basta, os lo ruego novelistas, de historias donde el máximo problema es la caída de los pechos y la consecuente indiferencia sexual de Josep Maria y ya es suficiente, por Dios nostrosinyó, de jóvenes deconstruidos que anticipan la pitipausa existencial a base de cuestionarse la idoneidad existencial de donde meten las manitas.

Novelistas, ayudadnos a ganar. Basta de heridas, basta de problemas de psicoanalista dignos de la sociedad del bienestar. Si os hace falta ayuda, pagad setenta euricos la hora y que el diván haga el resto (os puedo pasar referencias, en casa siempre hemos tenido a Freud). Pero ya estamos hartos de tabarras, de la prosa de Instagram sobre lo intensa y problemática que es la conciliación maternal y de las novelas donde al príncipe azul le agarran remordimientos de conciencia. Tened la bondad; queremos historias de victoria o, en cualquier caso, de puro estoicismo a la catalana... ¡y que muera la literatura de autotortura!