Durante los juicios de Núremberg, una de las principales obsesiones de los aliados fue evitar que alguno de los procesados, sobre todo de aquellos cuya condena a muerte daban por segura, pudiera eludir sus responsabilidades apelando a una de esas cápsulas de cianuro que en las películas sobre aquel y otros tiempos de guerra, hemos visto que se utilizan como última y suprema escapatoria. Herman Göring, uno de los principales jerarcas nazis, mordió una estando en su celda, no se sabe si facilitada por algún carcelero seducido por su causa.

Esos juicios supusieron la generación del llamado Derecho penal internacional, con la consecuente categorización de ciertos crímenes que se entienden imprescriptibles por su monstruosidad. Bien es cierto que se apoyaron sobre la dudosa técnica de aplicar a dichas conductas sanciones por delitos que no se habían tipificado cuando aquellas se cometieron. Pero, por una cuestión de justicia y de ejemplaridad, se quería poner ante los ojos del mundo que al crimen siempre le debe corresponder un castigo. En el resto de situaciones, con cualquier otro tipo de delitos, se cumple en los Estados de derecho con el principio de legalidad penal:nulla poena sine lege, pero si lege y crimen, entonces poena; lo que significa, por una parte, ayudar a la prevención del delito pero, por otra, contribuir a un resarcimiento de las víctimas que evite cualquier conato de justicia en propia mano.

La misma filosofía que condena la pena de muerte alienta la justificación de practicar la eutanasia al pistolero de Tarragona. Un delincuente que mata puede morir si quiere, pero no si lo quiere el Estado que pretenda castigarlo así por matar a quienes no querían morir. De ese modo la víctima vuelve a perder frente al criminal.

Y así fue todo hasta que llegó “el Pistolas“, ese hombre que, por razones que al derecho solo interesan de forma tangencial, hirió en Tarragona a varios excompañeros de trabajo y a un policía, para luego quedar tetrapléjico en la escaramuza que desató en su huida. En situación de dolor irreversible, físico y psíquico, según describen los que le examinaron, pidió que se le practicara la eutanasia, esto es, ser eliminado, antes del juicio en el que, vistas las fehacientes pruebas de los hechos, iba a ser condenado. Me pregunto en qué se diferencia esta situación de la vivida por Göring en 1945. ¿Habría sido distinta la posición de los jueces y del comité para la eutanasia si los crímenes de “el Pistolas” hubieran sido más terribles?, ¿hay víctimas de primera y de segunda clase, por tanto?

Por si eso no resultara ya chocante, en este curioso caso se suman además dos paradojas: La misma filosofía que condena la pena de muerte alienta la justificación de practicar la eutanasia al pistolero de Tarragona. Un delincuente que mata puede morir si quiere, pero no si lo quiere el Estado que pretenda castigarlo así por matar a quienes no querían morir. De ese modo la víctima vuelve a perder frente al criminal. Pero la culminación del despropósito ha sido la respuesta del Tribunal Constitucional, que ha revalidado la posición de la justicia ordinaria: en el conflicto entre dignidad humana del preso y tutela judicial efectiva de las víctimas, prevalece la primera, pronunciándose así de forma indirecta el alto tribunal (la eutanasia como alivio a la lesión de la dignidad) sobre una ley respecto de la cual aún no ha emitido veredicto general: ¿es respetar la dignidad humana matar a quien lo pide? Nos dice que sí, y supongo que su posición en este caso anuncia cuál será la que tomará sobre la norma, cerrando así un círculo que empezó cuando se mataba sin ley, porque ahora ya se mata, con permiso, gracias a ella. En suma, gracias al caso de “el Pistolas”, ahora sabemos que, como un 00 cualquiera, el Estado español ya tiene licencia para matar.