Parece ser que los alemanes son racistas cuando no aceptan la extradición que pide el juez Llarena. Eso dicen. Los belgas son unos marginales que viven en un Estado dudoso y corrupto. Eso cuentan. Los suizos, por su parte, son unos egoístas insolidarios que ni están en la Unión Europea ni son homologables con las grandes democracias del planeta. También dicen eso. Y de los escoceses tampoco hablan muy bien porque son unos separatistas cómplices del presidente Puigdemont y de los suyos. Ha llegado un momento en que el españolismo ha quedado sonado, sólo es capaz de balbucear pobres excusas, un momento en el que todo son pretextos difíciles de creer, explicaciones que se sostienen menos que Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión europea, durante la reciente cumbre de la OTAN. No, no es alcoholismo, aunque lo pueda parecer, sólo es una ciática, la Unión Europea no se tambalea, no. No, tampoco hay que alarmarse por las confesiones de Corinna, la maîtresse-en-titre del rey Juan Carlos de Borbón, aunque le acuse de evadir una fortuna al extranjero, son cosas del pasado, antiguas, dice el Gobierno de España. Es exactamente el mismo universo mental que tenía Cristina Cifuentes cuando intentaba hacernos creer que había olvidado pagar dos cremas para la piel y que, milagrosamente, aparecieron dentro de su bolso, o cuando nos aseguró que había obtenido su famoso máster sin pisar el aula. Las mismas fabulosas excusas que inventóse Pablo Casado para justificar que sus estudios de Harvard habían sido cursados, en realidad, en Aravaca, un barrio de Madrid. Pablo Casado, ese señor que se convertirá en el nuevo presidente del Partido Popular para salvar España.

El problema más grave que tiene hoy España y sus clases dirigentes es que están atrapadas en un relato inverosímil, en una colección de fantasías que no sólo ya no seducen a nadie sino que suscitan vergüenza ajena. España se acaba, y de qué manera. Mientras se acusa al independentismo de vivir en la realidad paralela de Matrix, el españolismo, en cambio, se alimenta exclusivamente del odio infinito hacia los catalanes, los disidentes, del victimismo y del clasismo de los privilegiados. La sacrosanta Constitución Española no se puede cambiar para asegurar las pensiones de los jubilados, ni para reconocer la realidad plurinacional del Estado, pero parece que sí se podrá modificar para eliminar todo rastro de indeseable masculinidad y, así, satisfacer cuatro señoras pijas, cuatro revolucionarias de salón, que confunden el sexo con el género, la gramática con la violencia contra las mujeres. El lenguaje no es quien está matando a las mujeres. Así es España, escondiendo la cabeza bajo el ala, haciendo ver lo que no es. No hacen otra cosa que creerse sus propias excusas, sus arbitrariedades, sus propias mentiras.

Hoy, en Barcelona, el independentismo volverá a clamar a favor de la libertad, de la realidad, a favor del imperio de la lógica contra la arbitrariedad. Contra el despotismo. Si los jueces de Schleswig-Holstein, completamente independientes, externos, han determinado que no hubo ningún delito de rebelión ni de sedición, si el presidente Puigdemont no cometió insurrección armada ni violenta, aún menos sus subordinados, el vicepresidente Oriol Junqueras, los consejeros Forn, Bassa, Romeva, Turull, Rull, ni la presidenta Forcadell, ni los señores Jordi Sánchez y Jordi Cuixart. Son presos políticos. Se les castiga por querer llevar a cabo, de la manera menos traumática posible, algunos incluso de una manera excesivamente tímida, la independencia de Catalunya a la que se habían comprometido con sus electores. La realidad tiene una característica, y es que es terca. Insiste cada día. La realidad se impone cuando ya no quedan más excusas. Libertad para los presos.