El día 1 de enero de cada año es de rituales. Los primeros bebés de cada hospital, los malditos accidentes de tráfico, el concierto de Fin de Año desde Viena... y, desgraciadamente, la retahíla de precios al alza.

A veces una piensa que los marcos mentales de nuestros gobernantes y los de la población en general están completamente desincronizados. La economía continúa en fase expansiva: la catalana crece a un ritmo del 3,5% por tercer año consecutivo (3,1% en España) y aunque parece que en el 2018 habrá una pequeña moderación, los datos seguirán siendo positivos. Paralelamente, los salarios han crecido a través de los convenios colectivos un 1,42% por término medio.

Del 2009 al 2016, la devaluación salarial ha hecho perder por término medio un 5,4% de poder adquisitivo a cada trabajador; y así estamos. La recuperación del crecimiento y los bajos costes de las empresas han hecho que estas ya hayan recuperado los niveles de beneficio de antes de la crisis. Así, en la composición del PIB, los salarios han perdido cerca del 5% de su peso mientras que los beneficios empresariales han ganado un 2%.

Y las cifras, como siempre, nos transmiten realidades y síntomas. La realidad se encuentra en los mundos paralelos. En la constatación de que te subirán el agua un 11,8%, o el transporte público o los carburantes o la electricidad, por la cual ya pagamos un precio indecente, y tú cobras lo mismo o menos.

Los suministros básicos son un derecho fundamental. Poder calentar la casa, lavarse o el derecho a la movilidad no son ningún lujo sino una necesidad. Muchas veces nos dicen que los barceloneses y las barcelonesas pagamos los transportes más baratos de Europa. Seguramente con razón. Pero también tenemos los salarios más bajos del viejo continente. No podemos ganar sueldos de miseria y que vivir en nuestros barrios, pueblos y ciudades sea prohibitivo.

Cuando todo sube y tu esfuerzo no se ve recompensado y tú cada vez vives peor, puedes llegar al infierno

Y ahora hablamos del síntoma: existe la impresión de que estamos construyendo vidas excluyentes. Mientras siempre se ha defendido la ciudadanía inclusiva, los últimos años está haciendo mella la concepción de personas expulsadas, con la sensación de que por mucho que remes, por mucho que busques trabajo, tengas la suerte de encontrarla y ganes un salario, la corriente, siempre vuelves al punto de partida. La constatación de que por mucho que la vida avance tú siempre estás en el mismo lugar, cobrando un salario de miseria para sobrevivir, mientras que al Ibex le van bien las cosas. Y tú, en el mismo lugar o un poco más hacia atrás.

El alza de los precios no es ninguna broma. Ni la creciente sensación de injusticia. Muchas de las grandes revueltas cívicas de los catalanes y catalanas han ido en paralelo a actos percibidos como agravio para la ciudadanía. Como la huelga de los tranvías del año 1951 o el cierre de cajas protagonizado por los industriales catalanes. La historia es tozuda. Y los que ahora se niegan a subir salarios y los que incrementan los precios de elementos básicos se lo tendrían que plantear. Porque no hay nada peor que tener internamente la rabia creciente de que las decisiones que se toman están basadas en realidades que no son las tuyas porque te sientas tratado como ciudadano o ciudadana de segunda.

Dicen los Txarango que cuando todo se eleva puedes tocar los sueños de puntillas. Pues bien, cuando todo sube y tu esfuerzo no se ve recompensado y tú cada vez vives peor, puedes llegar al infierno; y es entonces cuando la revuelta ha germinado y puede ser imparable. Cuidado con poner a la gente contra las cuerdas. Porque, hoy, la sensación es invisible y se construye en cada casa, en cada barrio, ciudad o pueblo. Pero cualquier chispa puede encender la ira de la población. Y los que se creen que el padecimiento que nos están infringiendo se resiste con resignación, se pueden quedar con un palmo de narices.