La miseria de la política española se puede resumir en la lata voladora de Ortega Smith. Ha hecho falta una agresión contra el diputado de Más Madrid Eduardo Fernández Rubiño para que todo el mundo se escandalizara con este chulo de Vox, hasta el punto de que el propio PP le pida su dimisión.

Ciertamente, tirar una lata de Coca-Cola a la cara de un contrincante debería ser motivo de desaparición fulminante de la política, más allá de las derivadas legales que la cuestión pudiera tener. Es decir, tendría que ser inapelable que nadie pudiera sobrevivir políticamente después de ejercer la violencia, ya fuera con Coca-Cola o con agua turbia. Pero dado que esta regla de primero de política no la necesitan aprobar los adalides de la extrema derecha, siempre situados por encima de las sutilezas democráticas, es posible que este chulo siga sin despeinarse y acabe siendo el candidato de su partido a la alcaldía de Madrid. Al fin y al cabo, cosas peores se han visto en España. Por ejemplo, que Pedro Cuevas, condenado por el asesinato de Guillem Agulló —con 14 años de prisión, de los que solo cumplió 4—, y posteriormente detenido por formar parte de una red neonazi acusada de cargos tan graves como "tenencia y tráfico de armas", pudiera presentarse sin problemas a las listas electorales. En la misma época en la que el PSOE impugnaba 400 candidaturas abertzales, negaba que hubiera que impugnar la de este asesino.

Con este historial de banalización, justificación e incluso protección de la extrema derecha, el caso Ortega parece tan menor que seguramente se diluirá en el baño maría de la política española, que solo hierve si afecta a vascos o catalanes. Pero el hecho es que Ortega es la metáfora de este magma fascista que impregna la democracia española, la intoxica e impide su normal desarrollo. A Ortega Smith se le ha mimado desde medios progres, empezando por la Sexta, que puso el micrófono a los ultras de Vox desde el primer minuto y convirtió a un personaje como él en un interlocutor válido. Se le ha mimado desde la política, no solo por parte del PP, que ha naturalizado la presencia de Vox en todas las instituciones y ha permitido todo tipo de estropicios en derechos civiles, lengua, cultura y etcétera, sino también por parte del PSOE, que encontró "normal" el papel primordial que tuvo el tal Ortega en la ofensiva estatal contra el independentismo. Y, sobra decir, se le ha mimado desde la justicia, que, siempre atenta a los intereses de la extrema derecha, permitió que los juicios contra los líderes independentistas fueran un spot publicitario permanente de Ortega Smith. De hecho, fue una relación simbiótica, porque Vox se nutrió de su relevante papel en los juicios, tanto como se aprovechó la justicia española de tenerlo como ariete contra el independentismo.

España se ha puesto el traje nuevo de demócrata, pero ha dejado las partes malolientes sin lavar

Es así como un militante falangista, primo del general de división Juan Chicharro Ortega, presidente de la Fundación Francisco Franco, e ideólogo del ultranacionalismo feroz que siempre ha agredido los derechos de la nación catalana, se convirtió en un líder político naturalizado y dignificado. Nunca importó ni su ideología de extrema derecha, ni su verbo agresivo, ni su españolismo intolerante. De hecho, lisa y llanamente, nunca ha importado todo eso en la política española. Ni a derecha, ni a izquierda, más allá de la pelea retórica pertinente.

La lata voladora de Ortega es el agujero negro de la democracia española. Por este agujero se colan los jueces ideológicos, el histerismo contra la amnistía, el lío monumental del CGPJ, el espionaje de Pegasus contra adversarios políticos, el uso permanente de la guerra sucia contra derechos fundamentales y, en definitiva, la banalización de las prácticas fascistas, aunque estén en la versión fascismo 2.0. La lata de Ortega es la España que no hizo nunca las paces con su memoria trágica, que naturalizó a un asesino de masas llamado Franco, que dejó intactos todos los poderes de la dictadura y que permitió décadas de corrupción de un rey, colocado por un dictador. Es la Sexta poniendo caritas a Vox; es Rajoy pactando con ultras; es Sánchez callando cuando los jueces utilizan la extrema derecha para golpearnos; es, en definitiva, una España que se ha puesto el traje nuevo de demócrata, pero ha dejado las partes malolientes sin lavar. Y claro, de vez en cuando, la peste aflora.