Mientras espero que algunas cosas importantes se acaben de pudrir, me dedico a arreglar el pasado para poder poner un lazo de pastelería bien bonito en una época que se termina. Desde hace unos días, por ejemplo, me dedico a repasar y a reescribir partes de mi libro El nostre heroi, Josep Pla.

Cuando acabe haré lo mismo con la biografía de Companys, y con el libro de las ciudades, Londres-París-Barcelona. Hay un chico que dice que está traduciendo al inglés Breve historia de la Rambla. Si algún día lo acaba y los procesos de putrefacción se alargan lo suficiente, aprovecharé también para hacerle los retoques que necesita.

Aunque algunos amigos se reían cuando se lo decía, siempre entendí que el libro de Pla era un borrador. No hay que decir que habría preferido no encontrar nunca el momento de volver a él, y que la fuerza del país me hubiera empujado a conquistar mundos nuevos o que me hubiera dado la base necesaria para entablar peleas más sofistacadas conmigo mismo.

Cuando escribí el libro se trataba de ganar un mínimo terreno para respirar. La presión que hacían los estigmas y las confusiones arraigadas en el pasado era tan grande que había que escoger constantemente entre de explicarlo todo desde el inicio o pasar por un pobre hombre incomprensible, uraño y desequilibrado.

Escribir es una actividad individual pero en la selva y el desierto no crecen hombres, más bien crecen serpientes y víboras. Al final, incluso los artistas más universales y desapegados de su país dependen de los sistemas de valores y sobrentendidos generados por su entorno para poder hacer sus geniales obras combinatorias.

Después de mis libros de Companys y Josep Pla, prestar atención a algunos detalles no hace tanto daño. Por ejemplo, resulta más fácil de comprender que Gabriel Ferrater hubiera tenido, como Pla, problemas con la policía española, y que el episodio de su detención haya pasado desapercibido, a pesar de haber marcado profundamente la educación intelectual de la Escuela de Barcelona.

Cuando la gente tropieza con la verdad a menudo se saca los ojos para no tener que escoger entre luchar para defender su dignidad o vivir atrapado como un gusano entre el peligro y el sentimiento de culpa. Las preguntas que una sociedad se puede llegar a hacer están escritas en las formas que genera para canalizar las emociones y los sentimientos, y a veces hay que ir campo a través para sobrevivir ni que sea a la intemperie.

Un día descubriremos que, en su pensamiento astuto, Junqueras incluso tenía previsto pasar por la prisión para volver a Catalunya como si fuera Jordi Pujol. Incluso podremos entender que hay una relación entre la literatura sin sombra de Quim Monzó y sus discípulos, y el pensamiento no nacionalista que ha llevado hasta Ciutadans.

El sistema cultural español mediatiza la interpretación de nuestro mundo porque el imperio castellano se montó sobre el imperio catalán, y la unidad de España está pensada contra la voluntad de Catalunya. Eso imita las formas que genera el país y crea salvajes que tienen que civilizarse por su cuenta y aprender a vivir en sus propios términos para cuidar el mundo a través suyo.

Cuando saqué el libro sobre Pla, la cultura española me tenía demasiado atrapado para ocuparme de las delicadezas de la forma. Tampoco tenía la mínima tranquilidad, ni la experiencia que hace falta para escribir bajo presión, desde esta neutralidad divina que te permite decirlo todo con un amor incondicional a la locura de los hombres.

En aquel momento necesitaba marcar demasiado bien mi espacio vital y limpiar el territorio para que las formas no me arrastraran hacia los paradigmas contrahechos de  sumisión autonomista. Una cosa que me sorprende cuando me releo es la puerilidad de las críticas que recibí y la facilidad con la que se me habría podido desacreditar y destruir.

El libro tiene diez años y todavía ayer vino un señor con un ejemplar todo subrayado a pedirme que le pusiera una dedicatoria. Releer el libro me produce más vergüenza ajena de la que sería deseable, pero también me doy cuenta de que tiene un fondo irreductible de verdad que quizás se puede blindar si soy capaz de limar la prosa sin destruir el espíritu.

El ejercicio no tiene un objetivo nostálgico, aunque lo pueda parecer. Si acabo de encontrar una voz que me haga oír lo bastante seguro en el espacio que mis libros han creado, quizás podré ensanchar mi mundo sin necesidad de pasarme al inglés o al castellano, al margen de la decadencia y del estancamiento en la cual algunos políticos parece que nos quieran empujar.

La creación sólo puede germinar en los espacios de libertad que el individuo puede dar por descontados. Aun así la ventaja del artista es que en el universo de la imaginación una idea defendida por un hombre lo bastante tenaz e inteligente puede destruir cualquier otra idea defendida por un millón de bárbaros y cuatro millares de policías eruditos, intoxicados por la propaganda.