Debió ser el año 2000 porque las Torres Gemelas todavía no habían caído y yo ya estaba en el Avui con mis ganas y mi empuje. En verano, los periodistas llegaban más tarde que de costumbre y yo aprovechaba la mañana para avanzar mis cosas en la redacción. A veces, entraba en la agenda del diario y llamaba a un pope inventándome una excusa.

Un día llamé a Sempronio y le pedí que me explicara la Guerra Civil en Barcelona. Sempronio era un periodista que vivía a través de cosas muy pequeñas. Era un superviviente miedoso, una especie de Carles Sentís sin ambición y sin malicia. Escribía libros insignificantes que parecían entretenidos por contraste con la mediocridad de la época. Su prosa tuberculosa y tímida me ayudaba a hacerme una idea de qué mundo había forjado a los maestros de mi escuela y a mi propia familia.

La vocación de liquen que tenía aquel hombre, aquel latido de vitalidad tan débil como indestructible –el año 2000 ya tenía 92 años- me conmovió siempre. Vivir hasta los casi 100 años cogiendo el rábano por las hojas es una peripecia, pero también sirve para explicar por qué un pueblo derrotado corre el peligro de irse asfixiando en la memoria y la moral de las figuras más estériles y conformistas.

Fue una conversación aleccionadora. Y ahora, que hace 80 años de la guerra, todavía lo es más; ayuda a entender porque la figura de Sempronio, que tuvo su momento, ha ido disminuyendo un poco cada día. No se trata de recordar que el tiempo pone a cada uno en su lugar. A veces sospecho que alguna gente vive muchos años para poder tener tiempo de ver como se hunde el mundo que encubria sus cobardías.

Sobretodo se trata de tener presente que si la guerra hubiera sido como nos la explicaron muchos de los que la sobrevivieron, hoy nadie hablaría del independentismo. La banalidad que hoy tenemos en la política es la banalidad de los relatos que durante mucho tiempo nos contaron de dónde veníamos.  Este es el resumen de la conversación, que supongo que aguardaba su momento en un armario con otros apuntes.

"Lo que recuerdo más vivamente del verano de 1936 es que desaparecieron las corbatas y los sombreros. Todo el mundo se disfrazó de proletario de un día para el otro. Sólo unos cuantos seguimos vistiendo con una cierta voluntad de distinción. Ya veis que no os hablo de muertos, ni de tiros, ni del asalto al Cuartel de Sant Andreu, ni tampoco de la pestilencia que se esparció por la Plaza Catalunya cuando los caballos muertos la noche del 19 de julio empezaron a descomponer-se.

De la guerra sólo os puedo explicar anécdotas frívolas, aunque me parece que también reflejan una parte de la tragedia. Recuerdo, por ejemplo, que en la calle Sant Jeroni había una taberna que se llamaba Can Parés. Ángel Pestaña, que era un líder anarquista, vivía muy cerca y solía ir a hacer tertulia. Un día, cuando la guerra empezaba, vimos pasar un camión cargado de hombres que blandían los fusiles mientras gritaban consignas contra los fascistas.

- Si con este carnaval tenemos que hacer la revolución, estamos bien servidos -oí que refunfuñaba, el pobre Pestaña.

Hay que decir que entonces se pasaba del drama a la alegría con más facilidad que ahora. Imperaba una cierta inconsciencia, que los diarios alimentaron con una vorágine de tópicos y proclamas. Durante la guerra se puso imposible hacer periodismo. Como muchos compañeros se iban marchando al frente o al exilio, me tocó escribir editoriales. El director me decía: "Hazme un sideral, Avel·lí". Y yo escribía un texto henchido de palabras vacías y solemnes, como aquel estanquero que venía cada día con el fusil al Café de la Ópera. No creo que aquel hombre y su fusil fueran nunca al frente.

Una vez, en un bar, vi a una señora que sacaba un bocadillo de aquellas máquinas americanas que van con monedas: "¡Y pensar que con eso tenemos que cenar yo y mi hermana"!, se lamentó. Esa misma tarde escribí un editorial denunciando que, mientras mucha gente pasaba hambre, había cola de coches oficiales en los restaurantes caros de Barcelona. La Vanguardia respondió al dia siguiente dándome la razón con un editorial que se titulaba: "Lo suscribimos todo".

Estos eran el tipo de gestos constructivos que se podían hacer y no cada día. Durante la guerra procuré encontrarme siempre donde no había tiros. Supongo que pensarás: "Pues sí que estaba bien defendida la República con personas como Usted." Quizás sí, pero es que la mayoría de héroes que hubo en aquella guerra lo fueron por frivolidad o por mala suerte. Los que no estábamos implicados en ningún partido hacíamos lo que podíamos para que la familia lo pasara cuanto menos mal mejor.

Yo ni siquiera iba a ver las carnicerías que hacían los bombardeos, como otra gente. Me parece que no vi ni a un solo muerto en Barcelona en toda la guerra. Me acordaría, como me acuerdo del día que murió Gaudí, atropellado por un tranvía. Lo llevaron al hospital de Santa Creu y lo fui a ver. Lo tenían estirado con un pañuelo en la cabeza para aguantarle la mandíbula cerrada. Era el 1926, y es una imagen que nunca me he sacado de la cabeza".