Era previsible que los propagandistas de Pedro Sánchez aprovecharían el último discurso de Ursula von der Leyen en el Bled Strategic Forum de Eslovenia para sacar pecho de cómo Europa ha importado (supuestamente) las medidas del Gobierno con respecto a la política energética. La presidenta del continente fue lo bastante explícita en su reivindicación de una Europa independiente del chantaje gasístico ruso y de la producción de materiales china, comprometida en la renovación de las fuentes de energía verdes y, en efecto, consciente de la necesidad de remodelación del mercado de las compañías eléctricas (no obstante, las hojas parroquiales del PSOE han obviado que von der Leyen también apostó por la completa liberalización internacional del mercado; pero ya sabemos que en el kilómetro cero el libre mercado es una quimera). Todo eso estuvo y es normal que Sánchez se aferre a su recientemente estrenada postura de estadista europeo con urgencia para revertir las encuestas.

Pero la parte más interesante del discurso de la primera instancia del continente fue el hecho de que von der Leyen religara la política energética de Europa a un compromiso mucho más firme en la defensa de los principios democráticos ("¿La ley del poder reemplazará el poder de la ley? Todo dependerá del poder de la democracia"). La referencia precedente tiene dos ojos puestos en el conflicto ucraniano, y la presidenta marcó correctamente como opuestos la tiranía putiniana y el anhelo de prosperidad de los jóvenes ucranianos que sueñan un futuro mejor como europeos de pro, una mirada que hizo extensiva a países balcánicos como Kosovo. Diría que cualquier ciudadano de mi tribu compra la idea según la cual la forma más efectiva de luchar contra el mundo de mandatarios teocráticos e iliberales es fortificar la estropeada democracia europea. Pero también haría una enmienda a la burocracia continental: todo eso se convertirá en humo si Europa no admite la autodeterminación de la catalana tribu.

La crisis más importante del Viejo Continente es de naturaleza democrática. Aunque lo disimule con apelaciones cursis a los ideales de libertad, Europa tendrá que escoger muy pronto entre los modelos represivos putinianos-españoles y la expresión democrática de naciones como la catalana o la escocesa

Por mucho calor que haga y por muy extremas que sean las temperaturas del futuro, la crisis más importante del Viejo Continente es de naturaleza democrática. Aunque lo disimule con apelaciones cursis a los ideales de libertad, Europa tendrá que escoger muy pronto entre los modelos represivos putinianos-españoles y la expresión democrática de naciones como la catalana o la escocesa. Muchos piensan (y repiten como loros) que Europa ya tiene bastantes problemas geoestratégicos para abrazar la causa de nuestro país. Eso podría ser cierto a corto plazo, pero la mirada larga es mucho más compleja y, sin una visión de la política mucho más porosa en que las naciones del continente puedan autodeterminarse, los cánceres de la antidemocracia aumentarán en el seno de los mismos Estados europeos. Si la democratización de los países ya no es un asunto puramente interno, como así certificó von der Leyen, la carpeta catalana tampoco se podrá ventilar con esta excusa tan magullada.

El 1-O no solo certificó la muerte del autonomismo español; también, de rebote, hizo tambalearse la rigidez del marco legal de los Estados autónomos de Europa. A pesar de la pésima gestión de los eurodiputados catalanes, y del president Puigdemont en concreto, el parlamento de Bruselas ha normalizado la vida política de unos representantes catalanes que pueden ejercer su trabajo en la mayoría de países del mundo, a excepción de España. Si en vez de organizar grupos sardanistas en el exilio, Puigdemont hubiera trabajado su condición anómala en el exterior, su presencia en la cámara europea todavía configuraría una excepcionalidad muy poderosa. Aparte de los errores estratégicos del president, hay que decir que la crisis democrática europea también afecta a la vida de unos partidos catalanes que se han manifestado absolutamente inadecuados para vehicular los compromisos con su electorado. La crisis valdrá la pena si el sistema de partidos catalanes acaba desbordado por el pueblo.

Mientras la mayoría de políticos de la tribu fingen que en el mundo no pasa nada de nada, con la esperanza de adormecer a la población para enjaularla en una siesta perpetua, la realidad nos demuestra que todavía viviremos cambios profundos. La temperatura se eleva, es cierto, pero también lo hará la tentación de más tiranía y la necesidad de volver a pensar la democracia. Europa permitió los hechos del 1-O, pero habrá que ver si podrá asumir las consecuencias.