Estos han sido, son, y hasta quien sabe cuándo serán los tiempos de la cara tapada. A menudo, la máxima complejidad y el dramatismo de un determinado presente (en este caso, los muertos por la covid, la lucha de Occidente para alcanzar una nueva inmunidad vírica, las formas con que el panóptico del poder nos controlará la libertad de movimientos, de pensamiento y etcétera) se subsumen aquello más próximo a la superficie de la piel y a los objetos más simples. Cuando pensamos en esto de ahora, dentro de mucho tiempo, el primero que nos vendrá en la cabeza es nuestra cara tapada, la sonrisa o la mueca decapitadas, el hecho y esconder del rostro que es, hace incontables siglos, nuestro primordial signo de reconocimiento intersubjetivo. Para quien necesite referencias filosóficas, citemos a Lévinas: "El ente es el hombre, y es accesible solo como prójimo, únicamente en tanto que rostro". (Entre nous, 1951; el filósofo lituano es preciso citarlo, especialmente en Catalunya, donde tiene un grupo de fieles seguidores, todos ellos de una cursilería despampanante y nauseabunda; sin embargo, hay que admitirlo, Lévinas siempre va muy bien para follar.)

La cara tapada –a saber, la negación de este rostro– no solo ha sido la bandera que nos ha desastrado la alteridad convirtiéndola en síntoma de contagio, sino que ha parido una nueva incomodidad con respecto a nosotros mismos. Pasamos de la metafísica a lo más cotidiano; la mascarilla incómoda nos hace respirar mal, uniformiza nuestra estética en una especie de estalinismo médico. Quien haya fantaseado con una pequeña revolución a menudo se habrá sorprendido insultando este pequeño y nefasto objeto de tela, plástico o de qué cojones la fabriquen. Por mucha protección que comporte, ningún ciudadano del mundo encuentra confort; por mucho que el cónclave de científicos y la legión de epidemiólogos planetario nos la recomiende, hacemos bien en tenerla como una imposición que guardaremos en el cajón de los recuerdos o quemaremos ritualmente cuando sea posible. Nadie, repito, nadie puede decir que ir por el mundo con el rostro aniquilado, con la respiración filtrada por la ropa, sea una ganancia. ¿Es una cuestión cultural? Pues claro, y por eso resulta fundamental, como leer Dante, avanzar por la izquierda y poner la mesa.

A menudo aprendemos las lecciones a base de coscorrones. Ahora que ya hemos sufrido la incomodidad de negarnos el rostro y vivir con una escasa (pero relevantísima) parte del cuerpo tapada, espero que la covid sirva, al menos, para recordar que no hay motivo racional para justificar la obligación de cubrir el rostro, el pelo o el cuerpo de un ser humano. Y espero que la reacción todavía sea más furibunda cuando el fascismo (que, también of course, es una forma de cultura, pero contra la cual se tiene que combatir con musculatura y cartílagos) aplique las supuestas normas de Dios, mira por dónde, únicamente a las mujeres. Tú dirás que yo me he tapado la cara de acuerdo con una creencia. Quizás sí, pero es una ideología sustentada por una comunidad de científicos de una inaudita pluralidad, que los gobiernos, por criticables que sean, me imponen de acuerdo con unos criterios racionales; unos gobiernos que, a diferencia de ninguna divinidad absurda y castradora, cuando menos puedo denunciar con mi voz y no sancionar con mi voto. Nos hemos ahogado el rostro, ciertamente, pero con la noble intención de sobrevivir.

Espero que la covid sirva, al menos, para recordar que no hay motivo racional para justificar la obligación de cubrir el rostro, el pelo o el cuerpo de un ser humano

Que nadie, ahora que ya llevamos un par de años tapados, vuelva a decir la supina estupidez de afirmar que una mujer se cubre el cuerpo o la cabellera por libre voluntad o debido a un pacto de fe con su respectivo altísimo. Tu tía en patinete. No hablemos de un sacrificio, sino de una castración. No hablemos de una fe, sino de un fundamentalismo que, insisto, solo se aplica a un género y que, curiosamente, solo lo defienden los machos que reinan sobre las mujeres y algunas feministas que no lo tienen que sufrir. De momento, por mucho que me pese, el fascismo y la supina tontería occidental que lo escuda de multiculturalidad van ganando; no hay campaña ni anuncio publicitario de la tribu donde no aparezca un nefasto pañuelo para que la cuota quede respetada y Alá no pueda ofenderse. Como pasa muy a menudo, la incomodidad de los creyentes y la intolerancia de los machistas se ha impuesto a la racionalidad. Ahora que hemos vivido con la cara tapada, espero que nadie vuelva a comparar la opresión (innegable) de maquillarse o no vivir cosificada con taparle los rizos o la sonrisa a una mujer.

Cuando ya no tengamos la cara tapada seremos más libres. Cuando las mujeres luzcan la cabellera serán más libres. Es un factor cultural. Faltaría más, por eso lo defenderemos golpee quien golpee. Y sí, la libertad de la desnudez es superior a la ocultación de la piel. Infinitamente más libre. Liberal de mí, nunca prohibiré ninguna vestimenta. Mi victoria se basa en convencer, no al imponer. Pero lo haré siempre mirando al otro con la cara descubierta. Quien le tape, faltaría más, es mi enemigo íntimo. El prójimo es el rostro. Cuando nos destapamos la cara, recordadlo a todo dios, especialmente a los dioses más fachas.