La aparición en escena del cardenal Antonio Cañizares pidiendo que en todas las iglesias de la diócesis de Valencia, de la que es arzobispo, sus fieles recen por España y su unidad confirma los peores presagios de la recta final de la campaña de las elecciones al Parlament del próximo domingo. Hemos entrado en una espiral hacia el absurdo, difícil de justificar, que da pie cada día a que estemos debatiendo no sobre programas o propuestas políticas sino sobre la gravedad o la imprudencia, ya sea de un agente económico, sindical, social o, incluso ahora, en un remake del pasado, de la Iglesia española. Lo que dicen los de allá es replicado por lo que dicen los de aquí y lo que hace un año y medio parecía una boutade del siempre incomprendido ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Margallo, cuando señaló que tras una declaración de independencia Catalunya quedaría condenada a vagar por el espacio por los siglos de los siglos, ha acabado siendo el guión de la campaña impulsado por el gobierno del Partido Popular. El programa de éxito Polònia, que emite semanalmente TV3, puede despedir a sus ilustres guionistas, pues estoy seguro que su esfuerzo e imaginación no llegarán tan lejos.

A la vista de la catarata de declaraciones de unos y de otros y de la potente campaña del miedo sobre los desastres que conllevaría la victoria de los partidarios de la independencia —Junts pel Sí y la CUP— un analista me hacía la siguiente reflexión: el domingo sabremos si los catalanes tienen un comportamiento más parecido a los escoceses, que dieron un paso atrás en el referéndum celebrado hace un año tras la campaña del miedo que se puso en marcha desde Londres —aunque, eso sí, tuvo su parte compensatoria en las promesas de más autonomía que se comprometieron desde Downing Street y que aún no se han cumplido— o, al revés, se parecen más a los griegos y son del todo refractarios a los mensajes y las advertencias sobre todas las plagas bíblicas que llegaron a recibir desde Bruselas o las cancillerías internacionales.