Los partidos de CiU han quedado fuera de juego porque Gabriel Rufián es una actualización imbatible de la boina de Josep Pla. Hace un siglo, el detonador del conflicto con España fue la modernización de Barcelona. Esta vez ha sido la integración de los inmigrantes que llegaron durante las dictaduras militares del siglo XX. Por eso la presidencia de Montilla rompió las costuras de la autonomía.

Pla se puso la boina para intentar calmar la ira de los generales que chillaron, cuando vieron las joyas del Eixample barcelonés desde las torretas de sus tanques: "¡Quién coño ha permitido esto!". Rufián se ha vuelto el símbolo de la rendición, porque los partidos no se habrían visto nunca arrastrados al 1 de octubre si los hijos de la inmigración hubieran hecho el papel de policías que el ejército les había asignado.

La generación artística de Pla no se explica sin la superación de las guerras carlistas y la desmilitarización de la Ciutadella; mientras que la generación política de Rufián no se puede entender sin la caída del muro de Berlín y la superación del intento de exterminio más silenciado de Europa. Rufián es la forma que Junqueras tiene de hacerse el payés y de asociar la cultura catalana a su figura de monaguillo caradura y poco atlético.

ERC usa los orígenes de Rufián para hacerse perdonar, y para intentar pactar un retorno tranquilo a una situación que ya estaba superada. La boina de Pla dio tiempo a los franquistas de hacer crecer Madrid y de corromper la generación del alcalde Porcioles. Ahora se trata de que Rufián dé tiempo a la izquierda española de allanar el terreno a sus compatriotas más fascistas con leyes que el PP no puede aprobar.

Ahora, cuando la crisis de la democracia pase, todas las imposturas relacionadas con el conflicto nacional nos van a caer encima

Para que se entienda mejor, los orígenes de Rufián juegan el mismo papel político que las cajas de antidepresivos que Bernat Dedéu cuelga en las redes para dar a entender que tiene problemas psicológicos. Se trata de una estrategia para aguantar a base de debilitarse. Se trata de dar la razón a Jordi Amat que Catalunya es un manicomio y que suerte tenemos de poder disolver nuestra personalidad enana en un destino tan grande como el español.

Vichy trata de dar el mensaje que no servirá se nada que hayamos integrado a los inmigrantes, igual que el pujolismo quería hacernos creer que no había servido de nada la modernización de Barcelona. Se trata de que finjamos que estamos contentos de olvidar, pero que sufrimos por el catalán porque somos buenas personas y no nos gusta que por culpa nuestra se muera ni una mosca. Se trata de disimular que la política ha sido anorreada, como ya fue destruida en el País Valencià durante la Transición.

La oposición política pasa por momentos difíciles en todas partes. En Estados Unidos no hay oposición, en Rusia no hay oposición. En el Partido Comunista chino la oposición comunista también ha sido exterminada, por no hablar de Hong Kong. En Catalunya la oposición va a tener 10 o 15 años dificilísimos, igual que en todo el mundo. Ahora, cuando la crisis de la democracia pase, todas las imposturas relacionadas con el conflicto nacional nos van a caer encima.

Si yo fuera Rufián —o Sergi Sol, o Pere Aragonès—, me moriría de risa viendo como los hijos más cultos y urbanitas de la vieja CiU se intentan poner la boina de una manera u otra. El sombrero de campesino de los Pirineos le queda tan bien a ERC que Junqueras ni siquiera ha caído en la tentación de intentar ganar por diez a cero. La boina ya no distingue a nadie étnicamente y esto es buena señal.

Pero, sobre todo, tenemos suerte de que deja marca y que, con la libertad, pasa de moda.