Hacía años que no conseguía escuchar un disco entero. Hasta hace una década, mi vida estaba llena de discos. Las compilaciones de éxitos me parecían una vulgaridad. Los discos ponían un paisaje a las canciones inspiradas y daban lirismo al paso del tiempo. Me los ponía para trabajar y para pasar veladas románticas. Me gustaba que mis pensamientos navegaran por el mundo de un artista o escuchar como desfilaban las canciones mientras me ocupaba de mis cosas. Los discos aligeraban las actividades pesadas y subrayaban los ratos de placer. Eran mejor que una alarma o que un reloj de arena. Con el rato que duraba un disco hacía la siesta, un viaje en coche o un artículo. A veces un disco era el margen que me daba para levantarme de la cama. Me gustaba desaparecer en el cuerpo de una mujer y volver justo para escuchar la última canción de un disco o el silencio espeso que se hace cuando la música se acaba. Los discos eran una unidad de medida y un termómetro de sentimientos. En ellos encontraba una intimidad y un orden que no me dan las listas de Spotify. Los discos te enseñan a esperar y a rendirte a las conjunciones que te sobrepasan. Te sacan de ti mismo, te llevan a querer canciones que no te molestarías en escuchar y te descubren las molduras de los artistas que te gustan. Los discos te recuerdan que las aventuras pierden su sentido si no tienes donde volver para recordarlas. Las listas de Spotify son un saqueo, una atracón en el McDonalds, un baño de narcisismo, una Navidad sin carne de olla. Yo, que leo pocos libros enteros, echaba de menos a un artista capaz de hacerme escuchar un disco de arriba abajo, que no pudiera desguazar en una lista de reproducción. Los cantantes tienen la costumbre de morirse a finales de año y es un gusto recomendar el disco de una voz viva. Si tenéis un rato escuchad Golden Hour, de Kacey Musgraves. No es Appetite for Destruction, pero tiene el magnetismo radiante de esos discos que no se olvidan, aunque te pases años sin escucharlos y se tiñan de sepia algunos recuerdos.