Después de una cascada de reproches entre CDC y la CUP, algunos más comprensibles (y creíbles) que otros, que hacían presagiar a muchos que el acuerdo había descarrilado definitivamente, fruto, en parte, de la intransigencia, de los errores y de la inmadurez de algunos de sus actores, Oriol Junqueras ha sacado al enfermo (real, en parte; imaginario, también) del coma en que parecía haberse instalado desde las dos sesiones de investidura fallidas. Ha bastado una reunión de la ejecutiva de Esquerra  y una comparecencia pública de su presidente para certificar que la partida aún no se ha acabado y que el acuerdo, utilizando sus propias palabras, es necesario, imprescindible, posible y probable.

El movimiento de Junqueras es enormemente importante por tres motivos: le sitúa en una buscada centralidad (que no equidistancia) en un espacio como el independentista, enormemente complejo; refuerza su capacidad de interlocución amplia, lo que equivale, en última instancia a asentar su liderazgo; y, finalmente, ofrece una idea de cuál puede ser su papel desengrasador de conflictos en un futuro gobierno catalán si este llega a nacer en las próximas semanas. Y una última cosa: rescata ante la opinión pública la candidatura de Mas con más credibilidad y acierto que el que han tenido otros dirigentes de CDC. Todo ello, además, actuando como aglutinador de Junts pel Sí.

El hecho de que Junqueras haya situado el terreno de juego con la CUP en la organización del gobierno y en la necesidad de acordar una estabilidad parlamentaria quizás da alguna pista de por dónde pueden estar yendo las conversaciones en las que puede haberse implicado el propio líder de ERC con conocimiento del propio Mas. Ayer, rompiendo un silencio buscado durante estos últimos días y que, en parte, habla por sí solo, el presidente en funciones pronunció un elocuente, o, al menos, voluntarista, "habrá soluciones".