El 12 de abril de 1963, festividad cristiana del Viernes Santo, Martin Luther King se hizo detener en Birmingham (Alabama, EE.UU) desobedeciendo una orden judicial que prohibía nuevas protestas contra la segregación racial -pongo la cursiva porque, pese a los racistas, sean del color que sean, solo existe una única raza humana-.

El encarcelamiento del reverendo y líder del movimiento de los derechos civiles, que permaneció una semana en prisión, se incardinaba en el llamado proyecto C, una serie de acciones de resistencia civil no violenta, entre ellas la de forzar detenciones masivas de activistas negros para llenar las cárceles como medida de denuncia ante la opinión pública norteamericana e internacional. Los rutilantes Estados Unidos de los primeros años sesenta se parecían a la odiosa Sudáfrica del apartheid.

¿Qué sucedió después? Lo relatan como sigue Mark Engler y Paul Engler en su libro Manual de desobediència civil (Edicions  Saldonar, 2019): “Cuando las autoridades de la ciudad detuvieron a King, lo pusieron en régimen de aislamiento y le impidieron recibir noticias del exterior. Ello creó entre el público en general el temor que un prominente ciudadano negro pudiera haber ‘desaparecido’ en una prisión del Sur Profundo”. Y, ¿cuál fue la reacción política ante ese temor? “Para evitar cualquier contratiempo de ese tipo, tanto el fiscal general Robert Kennedy como su hermano, el presidente John F. Kennedy, hicieron saber que estaban preocupados y pendientes de la situación. Ambos llamaron a Coretta Scott King [la esposa] para garantizarle que el FBI había confirmado que Martin estaba sano y salvo. Wyatt Walker [jefe de campaña de King] se aseguró que la noticia de estas llamadas formara parte de la cobertura que la prensa internacional realizaba de la campaña”.

Hay quien se rasga las vestiduras cuando el independentismo catalán compara su causa con las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos de mediados del siglo XX. Desde luego que la revuelta independentista de la ahora llamada “Catalunya insurrecta” del 2019 dista bastante de la revuelta contra el racismo institucionalizado en la Alabama de 1963. Los procesados del 1-O, que, según las últimas informaciones, pueden recibir la sentencia del Supremo entre hoy y el lunes de la semana que viene, se pusieron a disposición de la justicia española -como los Jordis-, o belga -en el caso de Puigdemont y el resto de exiliados-, pensando, que, todo lo más, se les privaría de libertad algunas semanas. Y el independentismo se ha manifestado pacíficamente en Lledoners, en Puig de les Basses o en Mas d’Enric, pero no hasta el punto de provocar algo así como un "¡todos a la cárcel, coño!", como, de hecho, piden Carrizosa y compañía cada vez que abren la boca.

Sucede, empero, que tampoco los gobernantes del Reino de España se parecen en nada a los de los EE.UU de los primeros años sesenta. ¿Se imaginan que el rey Felipe VI o los presidentes Rajoy o Sánchez hubieran telefoneado a la esposa de Junqueras para tranquilizarla tras el ingreso en prisión del vicepresident y garantizarle su seguridad, como llamaron los Kennedy a la compañera de Luther King? Aquí, la cosa fue de una manera bastante distinta. ¿Recuerdan aquellos guardias civiles, que, a las puertas de la Audiencia Nacional, hacían mofa de Junqueras ante el inminente traslado a la cárcel de Estremera: “Ya verás cómo van a poner al osito”?

Junqueras no es Luther King pero España se va pareciendo bastante a aquella infame Alabama donde se pisoteaban los derechos más básicos. Y, lo que es aún peor, sin algún Kennedy que intente remediarlo. La campaña electoral del 10-N, armada para diseñar una gran coalición PSOE-PP contra el “secesionismo” catalán, o, en su defecto, una suerte de acuerdo patriótico PSOE-Cs, al que ya se presta un Rivera cada día que pasa más tocado, indican más bien todo lo contrario. La mitad de los ciudadanos de Catalunya han sido puestos bajo sospecha, a la práctica, por votar independentista. Como los negros de Alabama por ser negros. ¿O no es eso lo que se deduce cada vez que se señala como terroristas, sin más, en el Parlament o en las tertulias televisivas, incluídas las de TVE, a los legítimos representantes políticos de esos ciudadanos, y, de hecho -caso del president Torra- de todos los ciudadanos de Catalunya?

La mitad de los ciudadanos de Catalunya han sido puestos bajo sospecha, a la práctica, por votar independentista. Como los negros de Alabama por ser negros

Los aparatos del Estado y sus terminales mediáticas están sembrando, de nuevo, la campaña del miedo ante las protestas que desatará la sentencia del 1-O, las anunciadas y las que se desconocen. El independentismo va a ser sometido a un intenso test de estrés con la inminente sentencia del Supremo: se le quiere llevar al borde del abismo. Se trata de una especie de segunda vuelta de la sentencia del 1-O, para cortar de raíz con cualquier atisbo de duda sobre el carácter "justo" de las condenas, y algo más. La estrategia es evidente: legitimar en un estallido insurreccional, verdaderamente violento, la supresión de hecho y de derecho de la autonomía existente, raquítica. Y, quizás la ilegalización de los partidos y grandes organizaciones independentistas. Como sucedió en Euskadi con la ilegalización de HB, vetar las urnas al independentismo es la vía directa para expulsarlo de la presidencia de la Generalitat. Lo que Rajoy no consiguió el 21-D pese a la victoria de Arrimadas. ¿Podría ahora ser Miquel Iceta el próximo Patxi López, convertido en president como el líder del PSE se convirtió en lehendakari, con apoyo del PP -o, en el caso del líder del PSC, también de Cs-?

Como sucedió en Euskadi con la ilegalización de HB, vetar las urnas al independentismo es la vía directa para expulsarlo de la presidencia de la Generalitat

El Estado, que también sacó algunas lecciones del 1-O, va a intentar que la fuerza de las protestas se vuelva contra los líderes independentistas como un bumerán. El relato que intenta presentar al independentismo catalán como la nueva ETA busca también que algunos se lo crean y actúen en consecuencia. Pero el Estado también se puede enfrentar a un nuevo fracaso si no es capaz de desactivar el Tsunami Democràtic, las acciones de protesta secretas de las que se habla, como no halló ni una sola urna del referéndum, o las fuerzas de seguridad pierden el control en la calle o en las carreteras, como sucedió en la represión de los votantes del 1-O.

Pero, ¿cuál es el objetivo real de los independentistas en esta hora incierta? Es harto probable que, en último término, sea el mismo con el que se ideó la consulta del 9-N que llevó a cabo Mas o el referéndum del 1-O, materializado por Puigdemont y Junqueras. Martin Luther King resumió así la filosofía de la exitosa campaña por los derechos civiles que lideró en Birmingham, Alabama, en 1963: “El objetivo de la acción directa [...] es crear una situación de crisis generalizada que abra en forma inevitable la puerta a las negociaciones”. ¿Les suena? ¡Diálogo, diálogo! Cierto: Junqueras no es el reverendo Luther King. Pero Pedro Sánchez se parece a JFK como un huevo a una castaña.