La reciente muerte de la actriz Verónica Echegui ha despertado un recuerdo colectivo inesperado: el de Yo soy la Juani, la película de Bigas Luna, en la que Echegui encarnaba a una chica de barrio, de origen humilde y con aspiraciones de futuro. La Juani se convirtió en un símbolo de una generación que buscaba su lugar en una sociedad cambiante, una metáfora de lo que muchos hijos y nietos de la inmigración habían vivido en Catalunya. Y es que, si algo ha caracterizado a este país en el último siglo, ha sido su capacidad (a menudo más discreta que reconocida) de integrar oleadas migratorias sucesivas y diversas, sin disponer de las mejores herramientas para hacerlo salvo una paciencia infinita y unas ganas inmensas de hacer las cosas bien. Y algún milagro, dicho sea de paso.

No hablamos solo de la inmigración masiva de los años 50 y 60, la de los trabajadores venidos de Andalucía, Murcia o Extremadura que construyeron barrios enteros alrededor de Barcelona y en muchas otras ciudades. Hablamos también de la inmigración de los años 10 y 20, la que buscaba Lerroux a golpe de bocadillo para arrebatársela al Noi del Sucre, y que ya transformó profundamente el rostro industrial y social de Catalunya. En ambos casos, el reto fue mayúsculo: crear una sola comunidad, cohesionada, capaz de compartir lengua, cultura y proyecto colectivo.

Durante décadas, ese modelo más o menos funcionó. La integración no quería decir renuncia ni asimilación forzada, sino fusión. Sirva como ejemplo un gesto tan insólito como el de Jordi Pujol recitando de arriba abajo la canción “Jennifer” de Els Catarres: no era una frivolidad, era una declaración de intenciones. Pujol estaba convencido de que la cultura catalana, para seguir viva, tenía que ser permeable, capaz de absorber, transformarse y hacer que todo el mundo la sintiera suya. Candel, Justo Molinero, etcétera. Solo así sería posible hablar de la “Catalunya de los 6 millones”, aquel país donde la diversidad no solo no era un problema, sino la base de un futuro compartido.

La simple pretensión de poder votar el futuro político de Catalunya (o de obtener dignamente el Estatut que habíamos votado) encendió una reacción que dio alas a Ciudadanos, y con ellos, al relato de un conflicto identitario y lingüístico que hasta entonces no había sido explícito. Se resquebrajó (se cargaron, mejor dicho) el consenso que había hecho posible que hijos y nietos de la inmigración se sintieran plenamente invitados a la catalanidad, porque cometieron el pecado mortal (y la falsedad imperdonable) de asociar independencia con ruptura social. Con la colaboración inexcusable del PSC-PSOE, dicho sea también. El chantaje emocional era evidente: marcaron (ellos, no nosotros) el límite de la “convivencia” y estaban dispuestos a “montarnos un Ulster”. Tenemos memoria.

Y aun así, la primera conclusión es obvia: si el frágil modelo de integración siguiera siendo viable, y si la economía lo permitiera con salarios dignos, la “Catalunya de los 10 millones” sería incluso recomendable. Más vale contar con 10 millones de ciudadanos que puedan ser independentistas (o no, pero con un sentimiento de pertenencia claro) que quedarse en 6 u 8 millones, ¿verdad? Es decir, un ejército social de 10 millones, con posibilidades de prosperar, es mejor que uno más pequeño y escéptico. Ahora bien: para que esto sea factible, haría falta que esta nueva oleada migratoria, más global y más diversa, encontrara mecanismos de integración similares a los del pasado y pudiera crecer, como todos, en condiciones dignas.

Aunque nos incomode, si la integración no se produce, si se rompe la herramienta que en los años 70-80-90 hizo posible una comunidad compartida, es legítimo que algunos planteen la necesidad de frenar y reconsiderar

Ahí está el problema: desgraciadamente, todo apunta a que esto no está sucediendo. Y este hecho genera alarma, tanto entre los independentistas como entre quienes no lo son. Unos temen perder la base social imprescindible para seguir construyendo país; los otros, que la cohesión social y cultural quede en entredicho. De ahí se entiende el crecimiento de formaciones políticas que proponen soluciones radicales: detener la inmigración, levantar muros, defender una identidad proteccionista y cerrada. Hay una lógica en todo esto. Aunque nos incomode, si la integración no se produce, si se rompe la herramienta que en los años 70-80-90 hizo posible una comunidad compartida, es legítimo que algunos planteen la necesidad de frenar y reconsiderar. No se puede menospreciar este miedo: es real, y se arraiga en la percepción de que la escuela, los barrios e incluso la lengua ya no garantizan el mismo papel de engranaje social que tenían antes. Todos los partidos, sobre todo los independentistas o nacionalistas, deberían estar muy atentos.

Aun así, y pese a comprender estas razones, mi preferencia (sobre el papel) es clara: más vale ser ocho, diez o veinte millones de catalanes integrados y prósperos, que unos cuantos millones menos donde nadie tenga claro qué es ni a dónde pertenece (ni, a veces, para qué trabaja). El objetivo debería ser que nadie quedara fuera del proyecto común, que la catalanidad fuera un paraguas lo bastante amplio para que todo el mundo pudiera sentirse en casa. Más que sentirse de la otra casa, se entiende.

Para eso haría falta recuperar herramientas, competencias y voluntades. No solo políticas, sino también culturales, económicas y sociales. Si consiguiéramos dotarnos de esas herramientas, volveríamos a ser imparables: un país más grande, más diverso, más plural y complejo, pero unido por una misma conciencia colectiva. Y lo habríamos conseguido sin haber dicho “no” a nadie. Porque eso es lo que todos desearíamos..., ¿verdad?