El Centre d’Estudis d’Opinió del Govern dice en una encuesta que los jóvenes catalanes (la generación Z, en concreto) son cada vez menos independentistas y tiran más bien a derechistas en temas como la fiscalidad o la necesidad de solidificar los servicios públicos. Eso de la división ideológica conservadora tiene una explicación bien sencilla; nuestros renacuajos reciben muy poco calorcito moral del estado (les trata como imbéciles a quienes, en vez de educarlos para prosperar y hacer caja, acaba de infantilizar a base de grandes ideas como pagarles una entradilla de cine o un Interraíl por Europa), y es bien lógico que los púberes acaben desconfiando de la utilidad de pagar impuestos para recibir propinas. Desde los 2006 hasta ahora mismo, los jóvenes de la Z solo han vivido tiempo de penuria económica y resulta la mar de normal que eso de la justicia social les parezca un cuento parecido a Cáritas.

Eso también explica el auge de las posiciones de extrema derecha entre nuestros mozalvetes de entre 16 y 26 años, una franja de jóvenes que todavía recuerda la bonanza de unos padres con estabilidad laboral, contratación fija, e incluso lujos como un par de residencias o una visita semanal al restaurante. Cuando mami y papi te dicen que nunca vivirás como ellos y los profesores indolentes que tienes en la facu te dan clase recordándote cada día que no tendrás trabajo de eso que estudias, pues es normal que tengas la tentación de cerrar fronteras, matar moriscos y relativizar la necesidad de que la salud pública sufrague cambios de genitales. Eso es todavía más normal (aun moralmente condenable) entre los jóvenes varones, para quienes el auge del feminismo todavía representa un plus de competitividad contra el que su progenie no se había enfrentado. No estamos criando fachas, en definitiva, sino miedosos.

Pedir a una persona que amplíe sus ansias de liberación escuchando un discurso de Pere Aragonès es prácticamente una quimera

Con respecto a la independencia (los zentennials solo la saludan afirmativamente en un escasísimo 23%), el hecho es todavía más explicable. Como cualquier ideología política, el independentismo solo prospera si representa un espacio de libertad individual y realización colectiva. En consecuencia, pedir a una persona que amplíe sus ansias de liberación escuchando un discurso de Pere Aragonès es prácticamente una quimera. Los jóvenes no ven nada en el independentismo, lógicamente, porque son muy despiertos y le intuyen todas las costuras. Les han vendido la moto del estado del bienestar, de la igualdad de derechos y de toda cuánta mandanga posible; con lo cual, si quieren espacios de realización individual/política prefieren asomarse a las redes que aguantar las turras de los políticos procesistas. Eso, faltaría más, es un acto bastante inteligente.

La Generalitat —y sus medios a sueldo— ha promovido especialmente estos datos del CEO en relación con los jóvenes para seguir criminalizándolos y así salvarse (o salvarnos a nosotros, los xèixers y los boomers) de cualquier responsabilidad en este trasvase ideológico hacia el españolismo carca. La realidad es exactamente la opuesta, porque nosotros somos los urdidores de estas malas noticias, hemos permitido que los críos piensen que el catalán es una lengua de campesinos inútil de cara a establecer una cultura que luche de tú a tú con otras tradiciones del mundo, los hemos abocado a los podcasts del Primavera Sound y sus presentadoras bobas, y hemos renunciado a establecer una industria cultural catalanocéntrica. Hemos educado a la juventud, vaya, para que acabe excusándose de su condición nacional. Con todo este trasfondo de cultura, ya me contaréis qué pollas tiene que interesarles la independencia.

Pero de todo hay que sacar el lado positivo. Al fin y al cabo, lo único que ha hecho el Govern es acabar pagando una encuesta para que los jóvenes digan que no les interesa ni la administración del país ni toda la gran cuota de cinismo que representa, aunque esté revestido de movilizaciones feministas y de igualdad social. Y la juventud les ha respondido lo que querían, confirmando que —afortunadamente— la suya es la etapa más despierta de la vida. Dentro de muy poco, si los míos hacen las cosas bien, serán unos independentistas de piedra picada: y, por lo tanto, unos progresistas de verdad, de aquellos que acaban imponiendo el albedrío en forma de derecho. Así será, creedme.