Este fin de semana, en La Pobla de Segur, el pueblo de Josep Borrell, han votado en un referéndum popular sobre seguir teniendo o no el nombre del político en el pueblo. Tiene todavía ahora —el Ayuntamiento ya veremos qué decidirá, porque tiene la última palabra— un paseo que fue bautizado con su nombre en reconocimiento de su trayectoria política. Ha participado un 12% del censo electoral del municipio, más de 300 personas. Las vecinas y vecinos de La Pobla que han votado se han decidido por el cambio: el 78% quiere que se ponga paseo 1 d'Octubre.

Me gustará ver qué acaba pasando, porque el referéndum no es vinculante. Tengo especial interés en ello, porque, últimamente —y eso quiere decir con todo el procés catalán—, se ha intoxicado tanto sobre el tema de los referéndums que se ha acabado perdiendo el norte completamente respecto de la vinculación de este tipo de votación con la democracia. Marco que rehúye —aparte de establecer las condiciones de seguridad democrática en los parámetros de planteamiento y realización— toda condición arbitraria añadida de cuotas o porcentajes espurios y no sé cuántas cosas más, respecto de la participación y los resultados; más allá de contar los votos y que gane la opción más votada, aunque sea por solo una papeleta.

Con los nombres de las calles se recrea, se premia y se privilegia un reflejo social que no siempre es el que sería deseable

Sin envolver el tema con las votaciones, el propio nomenclátor de las calles de pueblos y ciudades de Catalunya ya trae cola por sí mismo. No es una cuestión sin importancia, porque con los nombres de las calles se recrea, se premia y se privilegia un reflejo social que no siempre es el que sería deseable. En los nombres de las calles, avenidas y plazas se reproducen un montón de discriminaciones y desigualdades por ausencia y sesgo en la elección; y no porque muchos de estos nombres sean ya bastante antiguos, que también, sino porque en las nuevas elecciones se sigue reproduciendo un determinado mérito social. En el caso de la discriminación de género, está más que estudiado cómo esta se repite en un proceso que se sigue pretendiendo como neutro y popular. Popular como sinónimo de ciudadano, no de conocido.

Uno de los últimos estudios, de este mismo año para España, señala que en los últimos 20 años de los nuevos nombramientos solo 1 de cada 10 han sido de mujeres. Estamos hablando del siglo XXI, pero estamos donde estamos. Recuerdo algunas discusiones en los años noventa surrealistas sobre este tema y por eso entiendo que se avance tan poco a poco. De hecho, una vez ganada la mención, parece que tenga que ser a perpetuidad, cosa que no tiene sentido. Ciertamente, cambiar los nombres demasiado a menudo no sería funcional, pero esta no es excusa para no evolucionar. Más todavía cuando hablamos de personas o personajes, estén muertos o vivos; y aunque es diferente en el caso de conmemorar hitos o hechos históricos y sociales, estos también se pueden reinterpretar.

Poner el nombre de personas vivas es delicado en todos los casos, porque la trayectoria se puede estropear, incluso, después de muertos; por lo tanto, vale la pena dejar pasar unos años. En el caso de Josep Borrell entiendo perfectamente la voluntad de cambio de las vecinas y vecinos, porque no considero que sea la suya una trayectoria edificante; y no lo digo porque pensemos diferente sobre muchas cosas, sino por la multitud de desaciertos que acumula. Sombras que no solo no lo hacen merecedor de ninguna calle, tampoco de ninguna medalla a los valores europeos, como la que ahora propone el PSC; y no lo digo porque él haya sido siempre del PSOE, sino porque el PSC es necesario que, urgentemente, repase cuáles son los valores europeos.