Las personas inteligentes saben afrontar la muerte con la serenidad, la dignidad y el sentido del humor que requiere la única cosa que sabemos a ciencia cierta desde el día que nacemos. Dos semanas antes de la investidura del presidente Pedro Sánchez estuve con José Antonio Llorente por última vez, en su piso de Madrid. A pesar de su estado físico, debilitado y castigado severamente por meses de sesiones de quimioterapia y virus hospitalarios, él se esforzaba por mostrar fortaleza y normalidad. Su cabeza y su discurso eran tan claros y privilegiados como en los mejores momentos. Acabamos hablando de política, como siempre, y con la naturalidad con la que lo hacen dos amigos que lo son desde hace más de 25 años y que se respetan en sus diferencias. Además de que nos gustaba hablar de política, la verdad es que ni a él ni a mí nos apetecía hablar de su obvio, terrible e injusto sufrimiento.

José Antonio y yo llegamos a la conclusión de que lo mejor que podía pasar en España y en Catalunya, con los resultados electorales que se habían producido, era una investidura de Pedro Sánchez. Y nos conjuramos para remar discretamente a favor de que eso acabara pasando, aunque ni él en el PSOE, ni yo en Junts tuviéramos autoridad ni poder real en las negociaciones. Pero, como él me decía desde los años 90, el poder más sutil y determinante es la influencia. También hablamos de Israel, de Gaza, de los Estados Unidos y de la preocupación que compartíamos por el futuro incierto de una Europa envejecida, aburguesada, conformista y burocratizada. Yo sentía que a José Antonio le daba fuerza y energía hablar de geopolítica, menospreciar la muerte mirándola sin miedo a los ojos, y aferrarse a un hilo de vida que se iba acortando. A pesar de todo, paradójicamente, salí de casa de José Antonio e Irene contento, con un sentimiento de íntima felicidad, quizás difícil de explicar.

Saliendo de su casa pasé por delante del estanco de la calle Barquillo, donde siempre compraba el tabaco cuando fumaba y vivía en Madrid. Entré y compré dos cigarros habaneros que todavía guardo. No para fumarlos. Lo dejé hace mucho. Solo para recordar un tiempo que no volverá, cuando hicimos crecer una amistad leal y una admiración mutua que continuó hasta el final. Hablé con José Antonio por última vez el 22 de diciembre. Yo le escribía y él me avisaba de cuándo podía llamarlo, en función de sus sesiones en el hospital y de sus fuerzas.

José Antonio Llorente fundó en 1995 la empresa Llorente y Cuenca. En aquel momento yo era director de Relaciones Externas y Jefe de Gabinete del presidente de Gas Natural, el empresario y humanista Pere Duran Farell. Desde entonces trabajamos juntos en muchos proyectos, algunos de gran complejidad, en Catalunya, en España y en varios países de América Latina. Él desde su empresa, hoy LLYC, con 1.200 empleados en 13 países del mundo, y yo desde Gas Natural, Repsol, Petrocat o CaixaBank. José Antonio fue un hombre inteligente, disruptivo, generoso y brillante. En el campo de la consultoría en comunicación empresarial y política no solo fue el mejor. Fue un pionero, un revolucionario, un visionario que anticipó los fundamentos de la comunicación del futuro.

José Antonio fue un hombre inteligente, disruptivo, generoso y brillante. Fue un pionero, un revolucionario, un visionario que anticipó los fundamentos de la comunicación del futuro

Desde finales de los años 90 la economía empezó a ser omnipresente en la información general de los medios, y eso coincidió con la eclosión de nuevos medios y nuevas herramientas digitales que crearon un ecosistema que, por primera vez, daba el poder al ciudadano, hasta entonces monopolio de los gobiernos y las grandes empresas. Muy pocos supieron ver la revolución que eso suponía. I José Antonio Llorente fue quien lo vio antes y más claro. El contexto mediático, las relaciones externas, la gestión de la percepción, la construcción de la reputación, y la comunicación empresarial y política no tenían nada que ver con lo que había hasta aquel momento. Millones de ciudadanos empezaban a sentirse empoderados, soberanos, para utilizar herramientas de comunicación ágiles, accesibles y poderosas para expresar sus opiniones y exigir respuestas por parte de las marcas, empresas y políticos en quienes habían depositado su confianza.

Una diferencia para mí trascendental entre José Antonio Llorente y otros profesionales de este sector era la ética. Él sabía que no hay atajos en las relaciones profesionales y que la cuenta de resultados no lo es todo. Recuerdo cuando, comiendo un verano en Llafranc, con Irene y Ana, él me recordaba que "estamos obligados a gestionar la comunicación con un profundo sentido ético, en el sentido de transmitir hechos, realidades, no eslóganes, eufemismos ni consignas". José Antonio veía la comunicación como aquella herramienta de gestión de los intangibles para generar confianza en un terreno de juego donde cada vez está más extendido el escepticismo ante cualquier información "oficial" de un partido político o de una empresa.

En 2015 Llorente volcó buena parte de sus conocimientos y de su experiencia en el libro El Octavo Sentido. De entre tantos otros que podía elegir, tuve la suerte y el honor que me pidiera escribir el prólogo en su libro. Un día antes de morir, el sábado 30 de diciembre, con toda la dignidad y serenidad de la que es capaz un hombre inteligente, escribió un mail a su equipo. Les dijo que sentía que estaba a punto de empezar una nueva aventura y les pedía que continuaran adelante en la empresa.

Siempre en mi corazón y en mi cabeza, querido amigo.