La causa de los catalanes solo nos tiene a nosotros. Mientras que otros ideales, eso lo decía el presidente Companys, tienen infinidad de adeptos, nuestra causa es poco, casi nada, si pensamos en ello un instante. Nuestra causa no es casi nada si no fuera que los catalanes queremos ser catalanes al igual que el gato quiere ser gato y que el verano quiere ser verano y que la mentira quiere ser engañosa, porque las cosas son como son. Nos reprochan que somos demasiado independientes y que vamos sólo por nuestro camino. Incluso nos tratan de egoístas, porque sobre el papel parece que el ecologismo o la defensa del Tíbet o la defensa de los derechos LGTBI o la batalla por el derecho a la información, todas estas son causas más brillantes que la nuestra, más aseadas, más productivas. Parecen causas mucho mejores que la causa de Catalunya, al menos sobre el papel, si no fuera que al final, en la parte interior de un amigo de las ballenas, del Dalai Lama o de un defensor de la libertad de expresión acabamos encontrando, también, a un independentista. El independentista siempre es defensor de las causas perdidas y de las causas encontradas, como la causa de la justicia, que es la nuestra. Algo que no ocurre cuando miramos debajo de un tricornio de guardia civil, donde ningún idealismo suele florecer, sino depredación de la pirámide trófica. Y de la catastrófica también. En Francia, por ejemplo, incluso encontramos generales que escriben bien, mejor y después tan bien como el general De Gaulle, que a eso se le llama escribir bien, en todo el planeta. España, en cambio, no solo carece de generales de la Guardia Civil que escriban, últimamente ni escritores que escriban tienen. El día que falte Mario Vargas Llosa Quim Monzó o Enric Casasses os parecerán mayores, más sólidos y elevados que el Potala.

Por este camino, la causa de Catalunya se ha convertido en la causa de muchas otras cosas, como la causa de la libertad y de la identidad. Que son las causas más importantes que tiene la humanidad en el siglo XXI. Y, en sentido contrario, ocurre lo mismo, que hay personas que se han comprometido con la causa de Catalunya porque eran luchadores en otras cosas y han acabado abrazados a los catalanes porque dos y dos son cuatro. Julian Assange podría ser un nombre y Gonzalo Boye otro. El caso judicial de los políticos independentistas en el exilio ya ha dejado de ser un caso individual, un caso como otro, para convertirse en un problema mayor en la Unión Europea, una batalla por la libertad y por la justicia de todos los seres humanos. Incluso por la libertad y la justicia de los españolistas más fanáticos, que querrían ver a Carles Puigdemont como un nazareno, descalzo y meando sangre por las calles de la Sevilla de los mil dolores. El debate que se está produciendo en el tribunal de la Unión Europea se ha acabado convirtiendo en una lucha del bien contra el mal, de la justicia contra la injusticia, de la dignidad humana contra la sumisión de los seres humanos. Si alguna vez un votante de Vox quiere rebelarse contra una determinada injusticia del estado español, será gracias a la jurisprudencia del caso de Puigdemont y de los catalanes. De la misma forma que Andalucía o Aragón tienen hoy una bonita autonomía gracias a la persistencia de los catalanes cuando hemos reclamado la nuestra.

El debate entre el abogado general y Boye, por simplicarlo mucho, es el debate eterno entre el derecho y la justicia, por un lado, y el reglamentismo burocrático por otro. Porque según Richard de la Tour, Bélgica, Alemania, Escocia, y todos los jueces que se negaron a extraditar a los exiliados catalanes se equivocaron. Así que lo que deberían haber hecho era simplemente empaquetarlos hacia el Tribunal Supremo español sin hacerse más preguntas, lavarse las manos, porque según Richard de la Tour un juez no puede hacer de contrapeso de otro juez ni puede vigilar que ese otro juez esté haciendo bien su trabajo. No sea que la causa de los catalanes le rompiera los esquemas. Mañana continuaremos hablando de ello.