El hijo mentecato del otro presidente, el presidente-hijo George W. Bush, con el grupo de ultraderechistas que la rodeaban, fueron lo suficientemente astutos y diligentes. Aprovecharon las emociones a flor de piel, las convulsiones, pulsiones y preocupaciones de una sociedad trastornada por los atentados del 11 de septiembre de 2001 y sacaron un provecho inconfesable. Mientras todo el país, y quizás gran parte del mundo, se quedaba boquiabierto ante la crueldad mitológica de Al Qaeda, el gobierno de Estados Unidos preparaba grandes oportunidades, las invasiones de Irak y de Afganistán para enriquecerse fabulosamente y para ampliar la influencia estadounidense en el planeta. Saddam Hussein no tenía nada que ver con Bin Laden, pero ése era un detalle sin importancia, nadie quería hilar tan fino. Cuando un presidente declara el estado de alarma, los historiadores quizás recuerdan cómo y por qué comenzó la excepcionalidad, pero el caso es que se impone la arbitrariedad y el militarismo en el día a día. El presidente Pedro Sánchez es el único jefe de gobierno del mundo que ha decretado la alarma a causa del virus del pánico, presentándose ante la opinión pública como un señor de la guerra. Del mismo modo que lo había hecho el 11 de septiembre de 2001 aquel ayatolá llamado Bush hijo de Bush, de la misma naturaleza totalitaria del padre Bush.

Pedro Virusánchez ha decretado la alerta y se ha rodeado de militares y más militares, de policías, picoletos, y de más casta y pasta que nunca. Para celebrar la alerta roja de sangre roja que le confiere unos poderes excepcionales, ilimitados en la práctica, ya que se beneficia desde hoy, en el Parlamento, de los votos cómplices del PP, de Vox y de Ciudadanos. De modo que gracias a la alerta sanitaria ha conseguido dejar en la irrelevancia a Gabriel Rufián y al partido que le proporcionaba, hasta ahora, la estabilidad en la gobernación. Al principio la casta no quería ver ni en pintura a Pedro Sánchez, lo rechazaba, hasta el punto de que Felipe González y José María Aznar, incomunicables hasta entonces, tuvieron que confabularse para echarlo, sin éxito. Pero no sufran más.

Ahora, por lo visto, ya han llegado a un acuerdo, ahora ya se han hecho amigos para siempre, que lo que ha unido el virus no lo separe el hombre, especialmente ningún hombre con convicciones democráticas. Gracias al milagroso poder político que ha generado esta extraña pandemia del virus coronado, acompañada del pánico mundial que la lleva bajo palio, hoy España está admirablemente unida en torno a un nuevo rey soldado. Veo a Felipe VI y se me escapan las lágrimas, no puedo contener tanta emoción patriótica, se me desborda el alma, como si fuera un súbdito de Kim Jong-un en una parada militar. De acuerdo, Felipe de Borbón tiene unas ideas políticas aún más retrógradas que las de Fernando VII, el famoso rey del “vivan las caenas”, pero es tan apuesto que parece divina encarnación de Alfonso XII, a caballo. Siempre a caballo, que es cuando el rey debía contraer la epidemia que lo llevó a la tumba después de tantos y tan gloriosos hechos de armas en los mejores —y en los peores— burdeles de Madrid. Primero murió la reina María de las Mercedes de tifus y después el rey hermoso de tuberculosis putera, que la capital de España siempre ha sido una ciudad muy abierta, propensa al vicio venéreo.

Cada época tiene sus pandemias: la gripe española, el sida, el virus coronado, etcétera. Pero tranquilos, en el Palacio de Oriente siempre hay un Borbón esforzado cumpliendo como un rey soldado, para combatir enfermedades y para llevarnos hacia la salud pública. Aunque sea a la fuerza. Siempre hay un rey soldado, en formación de combate, para ser el cirujano de la patria, como Alfonso XIII con Primo de Rivera. Y cuando no, tenemos a un cirujano de hierro que durante un rato, provisionalmente, hace de rey absoluto, como lo fue Franco durante cuarenta años. La patria está en peligro permanente y tiene innumerables salvadores. Más miedo les da Catalunya que el virus.