No, no todo el mundo tiene la misma relación con la violencia. Quien la practica habitualmente casi no la percibe, le resulta tan familiar como la respiración, porque en definitiva no la quiere percibir, porque no la quiere analizar. La violencia es una forma de embriaguez y, por ello, quien la niega contra toda evidencia, contra todo testigo, contra todo vídeo, es como el alcohólico que jura a su familia que no bebe ni gota o como el jugador que testifica que nunca se ha sometido a la brujería del azar. Pocos son los valientes que señalan sus propias mentiras, que se enfrentan con determinación a la terapia de la verdad. La verdad nos hará libres, asegura el libro sagrado, pero ya hemos podido ver que la sala asfixiante del Tribunal Supremo evoca cualquier cosa menos la libertad, cualquier cosa menos la verdad que se deriva de ella. Toda la ornamentación rococó del palacio es un poema visual que tiene horror del vacío, pero también de la franqueza. Se ha decorado la apoteosis del artificio, de la arbitrariedad, la entronización de las prevenciones, de las manías, de los miedos más psicóticos. Es el escenario del teatro de los recelos, de los prejuicios, de las suspicacias. Del oscurantismo de los Autos de fe. El lenguaje no verbal es muy poderoso en este juicio, tan poderoso como las palabras que allí se pronuncian.

La violencia es una forma de embriaguez y, por ello, quien la niega contra toda evidencia, contra todo testigo, contra todo vídeo, es como el alcohólico que jura a su familia que no bebe ni gota

Si el otro día pudimos asistir a las muecas y expresiones mudas —pero elocuentes— del fiscal Zaragoza, por obra y gracia de la retransmisión televisada, que igual nos ofrece imágenes interesantes como las aborta, ayer no fue menos. De hecho, fue mucho más. Porque, en definitiva, la comunicación busca siempre su camino, como el agua busca el suyo, aunque fuere subterráneo, inesperado. La prohibición del contraste de los documentos videográficos con la versión oral de los testigos es un artificio abusivo, una deformación de la lógica que contradice el escrutinio más elemental y, por ello, los abogados de la defensa tratan de hacer su trabajo contra los falsos testigos, de alguna manera. No, no señores, el día primero de octubre llovió, como demuestran los vídeos y como niegan algunos testigos policiales. Y sí, hubo violencia de las fuerzas del orden contra los manifestantes. Disponemos de vídeos que lo prueban. A esto se refería el abogado Àlex Solà cuando dijo ayer, en la Sala rococó, que ya se verá el vídeo si tiene razón el policía o no tiene razón. Una manifestación que, al parecer, enojó mucho el juez Luciano Varela, hasta tal punto que rebotó violentamente la libreta que llevaba en las manos contra la solemne mesa donde los jueces se acodan. Un mensaje de microviolencia de un juez colérico que debe juzgar sobre si hubo o no violencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Si es verdad que somos esclavos de nuestras palabras y amos de nuestro silencio, también debe ser verdad que las expresiones no verbales, agitadas, furiosas, pasionales, durante el ejercicio de legítima violencia de un juez —contra su propia libreta de su propiedad— tiene un significado nítido, inquietante, para quien lo quiera entender. Que Luciano Varela no se sabe mantener inmóvil, hierático, que no sabe mantener la compostura, la dignidad ni la imagen de ecuanimidad que debe exigírsele a un juez del Tribunal Supremo que está realizando un juicio político. Las formas violentas las llevan en la sangre, como se vio ayer a través de la televisión. La violencia es tan ambiental como cierto es que habrá quien la negará, como niega el fumador su relación con el tabaco. El colérico se expresa como un colérico. Del mismo modo que el juez Antonio del Moral no puede parar de reírse ni Manuel Marchena, el padre de la nena, de hacer el cursi cada vez que utiliza la dignísima lengua española para justificar lo injustificable.