Al final han pillado al violador y homicida de Igualada. Pocos días después hemos conocido la existencia de otro violador, el otro chico que sólo tiene trece años y que las autoridades no saben cómo castigar, ni qué hacer con él. Otros, siempre hay otros violadores. Y siempre me sorprende que ante este horror aparezcan unos sabios y sabias que reclamen protagonismo y nos aseguren que ellos y ellas tienen la solución infalible, el fabuloso remedio que curará a la sociedad de todos sus males. Esta solución suele ser una exhibición de barbarie incontinente y de sadismo recio, en absoluto disimulado. Un sadismo satisfecho de poder salir, por fin, a la superficie. Que si colgarán a los culpables de los genitales en la plaza pública, que si los empalarán minuciosamente como hacía el conde Drácula, que si les arrancarían en carne viva... Demuestran, a todo el mundo que quiera verlo, que tienen interiorizadas pulsiones tan criminales como las de los criminales, la misma mala idea entre ceja y ceja, la misma mirada siniestra, eso sí, siempre con buen fin, siempre justificada, amparada en la sociedad, siempre con una buena excusa, cosa que no tienen los violadores, los monstruos. Los monstruos con motivo, con excusa, son siempre los peores.
Luego hay otro grupo de solucionadores endémicos, los más ingenuos, por no decir los más burros de todos. Son quienes piensan que esto se soluciona con más cultura, con libros y con cursillos. Lo que quieren decir, en realidad, es que esto se arregla con adoctrinamiento, pero con adoctrinamiento del bueno, el de las personas profesionales de la bondad, el de las buenas intenciones. Proyectan introducirse en el alma de los criminales, como el profesor Frankenstein, y modificar su comportamiento aberrante gracias a una ideología supuestamente superior. Quieren anular el deseo criminal para que no sea necesario reprimirlo después. Que una vez hayan hecho un cursillo o dos o tres y renieguen del heteropatriarcado y de la masculinidad tóxica y violenta, que una vez se dejen poseer por la ideología salvífica, en verdad os digo que serán salvados, aleluya hermanos. Son una mala copia de la Inquisición y, en realidad, sólo están haciendo propaganda de su secta. Las víctimas y los criminales no les interesan lo más mínimo, sólo nos recitan lo que han leído en un libro.
Todo esto lo digo, aseguran ciertas personas, porque no tengo hijas. Y claro, no puedo imaginarme el odio abrasador que sentiría si yo hubiera sido el progenitor de una de las víctimas. Es verdad. No puedo imaginarlo. Sería una experiencia tan destructiva que no me atrevo ni a imaginarla. Pero tampoco puedo imaginarme lo que sentiría si yo fuera el padre de uno de los violadores. O, para hacerlo más claro, si yo fuera uno de los violadores. ¿Qué pensaríamos si fuéramos el violador? La violación forma parte de nuestra memoria colectiva, de la historia ancestral de la familia humana, no es necesario remontarse al rapto de las sabinas, pero quizás sería edificante. Ni tampoco cabe pensar en una curiosa coincidencia con lo que hemos sabido de la actriz Jennifer López, que acaba de exigir por contrato matrimonial, al menos cuatro fornicaciones semanales a su marido. Obligatoriamente. El horror está aquí, en la obligación, sea por contrato o sea por imposición. O sea por violación criminal. El horror yo lo veo aquí, en la necesidad enfermiza, destructiva, repugnante, que tienen algunas personas de obligar a las demás a hacer su santa voluntad. A hacer cualquier cosa.
El horror es que tenemos una sociedad en la que ciertos individuos esclavizan a los demás hasta la náusea. ¿Recordáis el caso del monstruo de Amstetten, de Josef Fritzl, que tenía secuestrada a su hija en un sótano de su casa durante veinticuatro años, a la que violaba y maltrataba a diario? Fritzl fue educado en el nacionalsocialismo pero esto no explica su comportamiento. Ante los violadores, ante los criminales de guerra, ante los nazis y su apoteosis de la crueldad hay quien los ve como extraños, como monstruos, como ajenos. Pero es que los humanos, como colectivo, también somos eso. No todos, afortunadamente, no usted, no yo, no ese otro, pero también somos esto. No sólo somos capaces de ser Leonardo da Vinci o Magic Johnson o Albert Einstein. También sentimos, o podemos sentir, adentro, la sed del mal.