Como todo es por la patria, todo está permitido, todo está justificado y no hay reserva posible. El patriotismo de unos y otros anula la capacidad de autocrítica y la ponderación de determinadas actuaciones. Pero indiscutiblemente es un fenómeno bastante más escandaloso en el caso del españolismo ya que tiene a su disposición un Estado, una colección inacabable de organismos y un presupuesto ilimitado. Antes que permitir la independencia de Catalunya están dispuestos a todo, si hay que salir de la Unión Europea se sale, si hay que acabar con la democracia se acaba, si hay que dinamitar las libertades se procede. Además, los ministerios del Interior y de Defensa, junto con los servicios secretos, en realidad, son otro Estado dentro del Estado, son el meollo del cogollo, una colección de personas que van por libre, un conjunto de brigadistas patrióticos que tan pronto graban en su despacho al ministro Jorge Fernández Díaz como organizan el bloqueo de la Junta Electoral Central o una cacería con jueces y políticos. Son los que llevaron a hombros el féretro de Alfredo Pérez Rubalcaba. Son el último baluarte de la defensa de España y el centinela de Occidente, son la máquina diabólica que tiene vida propia y que nadie puede gobernar, son el poder que vigila al poder, el poder que permite que en las cárceles españolas pase lo que está pasando y que no haya posibilidades de auténtica reforma. En una ocasión, durante la Transición, en la que Xabier Arzalluz aconsejó al rey Juan Carlos I la negociación con ETA para acabar con la violencia, el monarca le dijo confidencialmente: “¿Cómo? Con ETA? ¿Y qué dirá la Guardia Civil?”. “No sabía que fuera la Guardia Civil –le respondió el político vasco– quien determina la política del Estado”. El rey y la gente de armas, los salvapatrias con pistola, son los que marcan el paso a todos los demás. Con la bendición del cardenal Rouco, que asegura que la unidad de España es un bien moral. El juicio del Tribunal Supremo se detendrá el jueves y viernes, indiferente al sufrimiento de los presos políticos, porque en Madrid hay toros toda la semana. Porque España siempre debe descansar de ser tantísimamente y santísimamente España.

Ayer el juez Marchena, el padre de la nena, no solo no dejó decir lo que no le convenía, tampoco dejó que el abogado Àlex Solà pudiera hacer su trabajo y decir por qué protestaba. Durante el interrogatorio de Jaume Asens el magistrado impidió una pregunta de política, porque, naturalmente, en un juicio político la política sobra, especialmente si es la política de los de un determinado lado, el lado de los que ya estaban condenados antes de empezar el juicio. Marchena no dejó decir que un Ayuntamiento no independentista como el de Barcelona pero favorable a los derechos fundamentales, al derecho de sufragio y al derecho de manifestación, apoyó los hechos de septiembre y octubre de 2017. La acusación puede retraer en los documentos incriminatorios que el Ayuntamiento de Barcelona tenga que ver con un manifiesto de la Associació de Municipis Independentistes pero Solà no puede defenderse. Es el mismo caso de indefensión que sufrió la abogada Marina Roig cuando interrogaba al secretario general de CCOO de Catalunya, Javier Pacheco, sobre la adhesión del sindicato a la Taula per la Democràcia, convocante del paro de país del 3-O. Tampoco se le permitió hablar de esta cuestión aunque la fiscalía la utiliza siempre que quiere para acusar y pedir años y más años de cárcel. Esta es la justicia suprema de Marchena, el padre de la nena. Pero es que la ley y el orden son aproximativos, discutibles, maleables. Lo que es inaceptable es ir a los toros con la minifalda, como ya advertía Manolo Escobar. No falta mucho para que sea también un referente idóneo en la jurisprudencia patriótica española.