El españolismo político continúa desgarrándose por dentro. Ya no es la independencia de Catalunya o la de Euskadi lo que no saben cómo combatir, incluso es la tímida independencia de los jueces amigos, la independencia tantas veces proclamada como, a ratos, difícil de creer, la que tampoco aceptan. Hechos y no palabras. Ya no es que no les guste la programación de Tevetrès ni la escuela catalana, que no les gusten los inmigrantes, ni las feministas, ni el animalismo, ni las energías renovables, ni Schleswig-Holstein, ni el color amarillo, ni la universidad pública y gratuita, ni el Barça, ni las canciones de Albert Pla, lo cierto es que el españolismo sólo se gusta a sí mismo, no está dispuesto a tolerar diversidad alguna y se cree con derecho de imponerse por la fuerza a cualquier independencia. Casi ná. Ayer, Albert Rivera atacó la libertad de cátedra de los maestros de una escuela. Ayer, el ministro de Justicia, el ministro que viene de las timbas y de las apuestas, Rafael Catalá, denunció temerariamente sus reservas sobre la competencia de uno de los jueces de la Manada, el excelentísimo señor Ricardo González. Como si sólo esta persona suscitara dudas y la opinión pública no pudiera hacerse otras preguntas, aún más adecuadas. El descrédito es tan profundo que los tratamientos de respeto aquí y ahora sólo pueden ser un sarcasmo, señoras y señores del jurado, la convulsión es tan severa que el Gobierno nacionalista de España sólo sabe actuar desde la arbitrariedad y en la lucha intestina, convencido de que el Estado siempre será eterno y tan sólido que podrá pagar indefinidamente todos los costes políticos, como algún día conseguirá pagar la quimérica deuda exterior. El Partido Popular hoy está en guerra civil y arrastrará en su catástrofe todo lo que encuentre en su camino, como una bestia herida y desesperada. Esta España se acaba porque es insostenible, porque no puede durar. Porque no es un proyecto de futuro que suscite esperanza sino una mera resistencia al paso del tiempo.

El régimen de 1978 no ha sabido evolucionar hacia una democracia moderna y homologable a todas las demás democracias del planeta. El nacionalismo identitario español se ahoga, sin remedio, en nuestra sociedad cada vez más diversa y consciente de las bodas inaceptables del pasado. En una sociedad cada vez más mestiza. Porque es un nacionalismo arbitrario, intolerante, absolutista. Porque M. Rajoy sólo pretende perpetuarse indefinidamente en el poder después de haber eclipsado al PSOE, sin ningún otro proyecto político que el paso del tiempo. La política del partido mayoritario de España ya no es el entusiasmo conservador de José María Aznar sino la coacción, la intimidación preventiva, las presiones psicológicas, la persecución de la libertad de expresión, el imperio de la arbitrariedad. El independentismo catalanista ha dejado al descubierto una determinada España frustrada y ensimismada, que no gusta a nadie, ni siquiera a sus protagonistas. De ahí las simpatías internacionales por la libertad de los catalanes. No son el fruto de una buena campaña de prensa sino la constatación pública, planetaria, de una decepción, de un desengaño más allá del sol y la paella.