Hoy los silenciosos bedeles abrirán las pesadas puertas ferradas, pondrán un poco de aceite si chirrían, el servicio de limpieza pasará el mocho, la aspiradora y el plumero, sacará lustre a los dorados, a los cristales y a los espejos. Resonarán tímidamente los pasos sobre los suelos de mármol encerado y se encenderán las luces de las grandes arañas majestuosas y mayestáticas del hemiciclo del Parlamento, todo de rojo y madera, que antes de ser la sede de la soberanía del pueblo había sido otro efímero palacio real de Barcelona, testimonio de soberanía. Poco a poco se irán reuniendo muchos camiones y camionetas con conexión vía satélite y periodistas con todo tipo de cámaras e ingenios telemáticos procedentes de los cinco continentes, de otras soberanías. Se oirán cada vez como roncan más fuerte y más animadamente los grupos de ciudadanos independentistas reunidos en el paseo de Lluís Companys, de amarillo vistoso, haciendo tremolar las estrelladas de la soberanía, profiriendo cánticos y proclamas en favor de la soberanía republicana de Catalunya. Por su parte, con paso simétrico, se reunirán ante la fachada principal del Parlamento los mozos de la Escuadra endomingados, chistera y alpargatas, pintados de azul y rojo, los antiguos colores de la Coronela de Barcelona que fue el último uniforme del ejército catalán durante la derrota de 1714. Curiosamente son también los colores del Fútbol Club Barcelona. Irán abanderados con el Señal Real, conocido popularmente como bandera de las Cuatro Barras, el antiguo emblema de soberanía política de nuestra monarquía y que hoy es bandera de toda la nación, para dar continuidad histórica al Estado catalán, a la realidad nacional de este país.

 

Un colaborador del presidente Josep Tarradellas me contó una vez la visita oficial a Catalunya, corría el año 1978, del primer presidente de la Junta Preautonómica de Andalucía, el excelentísimo señor Don Plácido Fernández Viagas, nacido en Tánger. El mandatario andaluz había protagonizado una dura polémica con Tarradellas a través de los medios de comunicación sobre el derecho de los andaluces a mimetizar para su autogobierno las mismas competencias y formalismos que los catalanes. Se sentía alarmado, y quizás envidioso, por el fenómeno político del catalanismo, fuente, en su opinión, de intolerables privilegios, y en especial, por las formas presidencialistas, por la vieja liturgia separatista del dirigente catalán. Tarradellas, emulando la figura de Charles De Gaulle, daba mucha importancia al protocolo, a la sangrienta dignidad del cargo heredado del presidente Companys, a las formas externas de soberanía en las que Catalunya podía tener derecho llegado el momento oportuno. Recordemos que, en aquella época, incluso el PSC de Joan Raventós defendía el derecho de autodeterminación. La recepción del huésped del sur fue fastuosa, más bizantina que catalana, y Tarradellas quiso mostrar la mejor imagen posible de Cataluña y de su Gobierno. A la entrada del Palau de la Generalitat, un pelotón de mozos de la Escuadra, con uniforme de gala, cubiertos con el capote del uniforme reglamentario, rindieron honores a los dos presidentes. Pasaron revista parsimoniosamente. Al terminar, mientras subía por las escaleras que conducen al Pati dels Tarongers, Don Plácido comentó discretamente a un miembro de su séquito: “¡Coño, hasta Guardia Mora tienen!”

Hoy, en el Parlamento de Catalunya, las formas del poder, de la soberanía, serán las auténticas protagonistas como aseguraba hace unas horas por televisión el profesor Agustí Colomines. Es, en cierta forma, lo que Francesc Cambó explicó a Don Alfonso XIII: “pasará este Parlamento. Desaparecerán todos los partidos que están aquí representados, caeran régimenes pero el hecho vivo de Catalunya subsistirà”. Hoy los diputados independentistas deben cumplir con su deber de continuidad, de legitimidad, de acuerdo con la soberanía popular. Deben restaurar en su cargo al presidente Carles Puigdemont, Carles el Deseado, Carles el Exiliado que no el Ausente. Se cerrará así el círculo como en una novela artúrica, se restituirá la soberanía como si fuera un augurio realizado. Es la fascinación que la política de todas las épocas, siempre cambiante, tiene por lo que es estable, por las formas, por los rituales, por la consistencia a lo largo del tiempo. A continuación, una vez proclamado Puigdemont, ya se pueden desatar todas las furias del infierno que el independentismo se habrá consolidado con una tozudez tan pacífica como temible.