La mente jurídica no deja de sorprender a las personas normales, aunque pasen los siglos de los siglos. Por una elevada cantidad de dinero, un buen abogado te puede defender algo y, simultáneamente, lo contrario. Con la misma jeta, con la misma competencia intelectual, con idéntica profesionalidad. Ahora dicen que un narcotraficante —los narcotraficantes a menudo tienen abogados excelentes— es un ángel bajado del cielo, y luego defienden a una pobre señora de un abuso intolerable de la administración pública. De hecho se trata de eso, ahora ves el vaso medio lleno, y otras veces el vaso medio vacío. E incluso no ves el vaso. No es extraño que, a diferencia de los médicos o de otras profesiones liberales que antes se habían podido dedicar a la política, hoy la de los abogados y similares es la profesión más habitual entre los representantes políticos. Según sople el viento tienen que decir una cosa y la contraria, deben decir simultáneamente que sí y que no, y a menudo hablar mucho sin decir nada. Cuanto más altruistas e idealistas se presentan ante los votantes más cínicos y sin principios morales suelen ser los políticos. Y los que no son mercenarios todavía son peores, son los duros integristas, los intolerantes, los que piensan que sus ideas políticas son las únicas que deberían existir. No todos, es evidente, esto lo saben ustedes mejor que yo. De manera que no ha sido una buena idea judicializar la política, dejar que la política sea un ámbito de especulación, de modificación interesada de las vivencias, de consagración de las opiniones por encima de los hechos. De manipulación ideológica a través de los juegos de palabras.

Así ayer, los fiscales Zaragoza, Moreno, Cadena y Madrigal convirtieron el alegato conclusivo en un festival de pirotecnia verbal para justificar lo injustificable. Declararon delictivo todo lo que no está autorizado y retorcieron las leyes, la semántica de las leyes y el noble uso del lenguaje para la finalidad política del juicio aleccionador. Contra los abogados sagaces, contra las águilas jurídicas que habían proclamado que la defensa de los presos políticos se debía orientar desde la sumisión psicológica y el tecnicismo jurídico, ayer el ministerio público profirió una filípica de contenido claramente ideológico y políticamente represivo. España, la sagrada unidad de España, como centro nuclear de la justicia, de acuerdo con la doctrina de Carlos Lesmes, acaba convirtiéndose en el referente que justifica la manipulación sistemática de los términos “Constitución” y “democracia” como sinónimos de España. De tal manera que los enemigos de España pasan a ser enemigos de la Constitución y de las libertades democráticas. De modo que los partidarios de la independencia de Catalunya se convierten enemigos del orden constitucional y, por extensión, de la ley y del orden, partidarios de violencia y de la barbarie.

Desde los tiempos del sofisma en la antigua Grecia, de la manipulación lingüística de la inquisición española y del régimen nazi, que no se había abusado tanto de los juegos lingüísticos que sólo pretenden llenar de falsa profundidad la desvergonzada manipulación del noble significado de las palabras. Ayer se llegó a hablar de “violencia pacífica”, se afirmó que las brutales palizas policial servían para preservar la convivencia de nuestra sociedad, y que las detenciones ilegales tienen una justificación jurídica, que no son un pretexto. Se proclamó que la defensa de la unidad de España —en esto consiste la Constitución— no sólo es una obligación legal sino cívica. Y que la violencia armada no era imprescindible para un levantamiento. Que puede haber levantamiento sin levantarse. E incluso se aseguró que sin haberse proclamado el Estado de Excepción, de facto, existió en Catalunya bajo las órdenes de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart un Estado de Excepción. Se habló de “pluriconvergente”, de “sicofísica” e, incluso de “bastanteidad”. Cuando el lenguaje llega a estos grados de sofisticación, los grados de Feliciano de Silva, puede que recordemos las palabras del Capítulo primero del Quijote: “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera que mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”. Efectivamente son las palabras de alguien que ha cortado amarras con la realidad. Son las palabras de un loco.