La presencia, ayer, de antiguos consejeros y altos cargos de la Generalitat en calidad de testigos en la sesión del Tribunal Supremo, como políticos independentistas que están, por ahora, en libertad, plantea una cuestión muy inquietante. ¿En qué se diferencian, políticamente hablando, los presos políticos independentistas de estos otros políticos que podrían haber estado en su lugar pero que, a la hora de la verdad, no lo estuvieron? Porque renunciaron antes o por otros motivos, esto ahora ya da igual. ¿Fueron más pactistas con el Gobierno de Madrid, más procesistas, más tibios estos testigos y, en cambio, los acusados más feroces y ladinos, más perversos en su infame separatismo catalán? Encontraríamos opiniones para todos los gustos, personas que piensan que, si dejamos de lado la retórica, todavía no nos hemos movido, en definitiva, del autonomismo más vergonzoso. Otros, por el contrario, opinan que se ha ido demasiado lejos y que hay que rectificar inmediatamente y convivir, como se pueda, con la España intolerante que cuelga y fusila a muñecos. E incluso, hay un tercer grupo, el grupo de quienes piensan que hasta el rabo todo es toro y que, por ahora, hay que mantenerse a la expectativa. ¿Hay diferencias políticas entre los Mossos de l’Esquadra dirigidos por Jordi Jané y Albert Batlle y cuando el cuerpo estuvo gobernado por Joaquim Forn y Pere Soler? ¿La pasividad de los Mossos el día primero de octubre de 2017 fue una decisión técnica o política, si es que queremos aceptar esta denominación y esta distinción? El abogado Melero, recurriendo a la fundamentada jurisprudencia de la pregunta que podría colar, pidió ayer a Jané si Joaquim Forn era más o menos independentista, más o menos radical. Como si ser más fuera ser algo más allá de la teoría, de la elucubración, como si los más fuertes ganaran siempre las batallas. Como si Goliat hubiera vencido a David.

Por su parte, Oriol Junqueras, desde la cárcel, ha insistido en este concepto, reivindicando que ERC es más independentista que ningún independentista que pueda existir, presentándose electoralmente aún más puro de oliva, más extra y más de primera presión en frío. Ya se sabe que el líder se gusta y se reivindica siempre que puede, todo al mismo tiempo, como el más dialogante, como el más independentista, como el más amoroso, como el más progresista. Ser más que los demás se inscribe en una vieja tradición política, concretamente en la herencia del maximalismo, un término utilizado nada menos que por Antonio Gramsci y Amadeo Bordiga. Los que eran más que los demás, parecían, en aquella época de la revolución soviética, a priori, los bolcheviques, los partidarios de un proletariado maximalista que implantaría un socialismo maximalista. Radicales y moderados. Dialogantes e intransigentes. Palomas y halcones. Tirios y troyanos. Ya se puede ver que, entonces como ahora, se trata de una denominación inexacta, demasiado superficial incluso para el periodismo superficial, que da la impresión que podría explicar algo cuando, en realidad, no explica casi nada. Simplemente explica la tendencia de gran parte de los políticos a la megalomanía, a pensar y hablar en grande, ya sea cuando hacen discursos interminables frente al pueblo cubano o cuando algún político de los nuestros exhibe sus preferencias por los pechos generosos de las señoras. Si tiene que ser, que sea grande. El maximalismo, sin embargo, no es necesariamente el camino que, históricamente, haya resultado más eficaz. Lenin, que no fue, precisamente, un soñador, criticó duramente al maximalismo revolucionario porque le parecía una exageración romántica excesivamente rígida. Partidario de la eficacia, aunque fuera al precio de pactar con el monstruoso káiser, el padre de la revolución rusa fue un firme partidario del oportunismo centrista. Ya ven. Centrista tampoco es que quiera decir ni eso, ni aquello, sino todo lo contrario. Es la política de si sale con barba san Antón y si no, la Purísima Concepción, la política planificada de toda la vida, la de si cuela, cuela.