La barcelonesa Encarna Roca i Trias, magistrada del Tribunal Supremo español, también es magistrada y vicepresidenta del Tribunal Constitucional del Reino de España. El mismo día que nació esta ilustre señora, el 26 de abril de 1944, el mariscal Pétain, el infame colaboracionista, recibía un entusiasta baño de masas en la plaza del Ayuntamiento de París, un París gris, ocupado por unos alemanes vestidos de gris mientras que Ingrid Bergman iba de azul. Los aliados hacía poco que habían bombardeado la capital francesa. La relación entre los dos hechos está por determinar, por establecerse y por concretar, aunque se podrían improvisar la mar de bien. Cazador, escopeta, conejo. Parece fácil relacionar las palabras. Roca, Pétain, uniformes de Hugo Boss. Se podrían improvisar todo tipo de relaciones de la misma manera que la magistrada ha improvisado una comparación entre el momento político actual y el incendio del Reichstag. “Estamos como en el momento del incendio del Reichstag. Cuidadito, cuidadito” declaró el pasado 18 de julio. Un día que no es exactamente como cualquier otro. Sería lamentable que la vicepresidenta del Tribunal Constitucional dejara entrever cualquier forma de nostalgia biográfica, ya que un 18 de julio se inició una determinada legitimidad política, fuente de justicia, que perdura hasta nuestros días. Una legitimidad política que genera una espontaneidad expresiva, la que protege legalmente las campañas xenófobas de Vox. La que permite al ex ministro Ignacio Camuñas decir estos días, con señorío madridista, con gracejo y desparpajo, que la Guerra Civil española fue culpa de la II República Española, que se lo buscaron y se lo encontraron. Cuidadito, cuidadito. Sólo en este contexto de suma elegancia y de fecunda reverberación de ideales machos se entiende que el simpatiquísimo Rafael Arias-Salgado calificara públicamente de “hijo de puta” al primer ministro de los Países Bajos porque quiere controlar el gasto español de los fondos europeos. Un metro noventa y tres centímetros de Torentje holandesa, o de molino de viento holandés, dispuesto a enfrentarse a cualquier caballero chiflado.

La declaración de Roca del Reichstag es una de tantas banalidades que se oyen en la Villa y Corte, un lugar común entre personas que, sospechosamente, exhiben grandes conocimientos de la Alemania nazi, por ósmosis política, por aclimatación al entorno. Si ustedes, por ejemplo, se fueran a vivir a Madrid, como les ha ocurrido a Joan Tardà, o a Carles Campuzano, antes o después terminarían en una imprevista conversación en la cual alguien dibujaría un enorme fresco sobre el Tercer Reich, y se establecerían preocupantes relaciones entre ese pasado y el presente de hoy mismo. O acabarían hablando solos con una cabeza de toro. Aún recuerdo cuando el diario ABC regalaba una gorra de general nazi como reclamo publicitario. Es como si el período de 1933-1945 hubiera sido no sólo histórico sino prefiguración determinante del mundo que ha venido después, como si toda explicación y todo referente mentalmente posible fuera sólo el régimen de Hitler. Del seny ordenador de Cataluña, del supra Camões portugués, de la llegada del Beaujolais nouveau, por decir cosas muy diferentes, no saben nada de nada, pero en cambio, en la capital de España, todos son expertos y podrían contabilizar todos y cada uno de los pelos del bigote del Führer. Cuestión de intereses en esta vida. Y cuestión de gusto por la superficialidad. Cualquiera puede ponerse a mirar como pasan las nubes y establecer similitudes, reales o imaginarias, los niños lo hace a menudo. Vean, una nube con forma de conejo, ahora otra nube con forma humana, ahora un nubarrón que amenaza una gran tormenta. No hay mucha más sofisticación intelectual que esta. Tampoco la necesitan, entre amenazar y asustar se ganan el sueldo. Cuidadito.